Hoy quiero confesar y confieso que, en la actualidad, solo hay cuatro autores nacionales (no cinco, ni tres, si no cuatro) a los que suelo leer con cierta asiduidad. Cuatro. Ahora ya puede usted llamarme esnob, endofóbico y tío feo y tal que igual hasta le doy la razón, pues no me gusta nada discutir y mucho menos con los amigos. No obstante, diré una única cosa en mi legítima defensa: no existe ninguna animadversión en mis lecturas y sólo se trata de una simple cuestión práctica, pues la vida y el tiempo de los hombres, mi querido sancho, es tan corta que bla,bla,bla,bla,bla…
Por lo tanto, ya que usted va a dedicar tres o cuatro minutos de su recuperada libertad de acción (ja-ja) a esta humilde reseña, permítame, entre un insulto y otro, que al menos le cuente algo rápido sobre una fenomenal novela titulada las brujas, la última de Celso Castro, uno de esos cuatro jinetes del apocalipsis patrio a los que abrazo con fervor de hermano de sangre (o de leche, como es el caso del protagonista de esta historia) siempre que nos ofrece algo nuevo.
Para empezar, le diré que las brujas es una original-y mágica- historia del yo de ficción (aunque en Celso Castro esto nunca lo es del todo), y nos alerta, básicamente, de cómo nos pueden destrozar la vida las relaciones familiares, y más concretamente, las que nos brindan con amor y desespero nuestros papis y mamis queridos. Porque muchas veces y casi desde la cuna (sobre todo si mami no nos quiere AMA-mantar y entonces papi nos coge y nos lleva a tomar teta a casa de una bruja que le echa las cartas y luego un día desaparece sin dejar rastro, o si, para más deleite vital, nuestro hermano mayor se hace grande relajando su rabia a puño limpio sobre nuestro desgraciado cuerpo), entonces es normal, le decía, que crezcamos deformados para siempre o, en el mejor de los casos, convertidos en unos seres extrañados de nosotros mismos y de este mundo donde nos han puesto sin preguntar. Los infelices terrícolas, usted ya me entiende, siempre buscando ser aceptados (y queridos) por alguien igual de infeliz y muchas veces con las mismas ganas de amar que de escapar y esconderse. O incluso de disparar(se). No obstante, el protagonista de esta historia, un ser rechazado al cubo, encuentra en Lorena, la hija de la bruja y, por lo tanto, su hermana de leche, todas las posibles caras del amor, las luminosas y las más oscuras, y entonces nos transporta abducidos en un viaje a través de sí mismo, de sus temores y sus imposibles anhelos de normalidad, que no son otros que los nuestros también.
Sin embargo, es posible que una historia así no llegara a atraparnos del todo si no fuera porque está escrita por este formidable autor, sin duda uno de los escritores españoles más brillantes, reconocidos y aplaudidos de todo el panorama literario patrio actual. Y es que Celso Castro significa estilo y originalidad. Y su estilo tiene magia. Es pura escritura hipnótica, trepidante, y está siempre apoyada en una voz enternecedora pero llena de miedos y oscuridades atroces a partes iguales. Y, por supuesto, Celso Castro también significa humor. Negro, ya le digo.
Con todos estos ingredientes, le aseguro que usted sucumbirá sin remedio al conjuro de las brujas; no habrá posibilidad de salvación y enseguida se sentirá sometido por la particular escritura de Celso Castro, por esas ya conocidas (y aclamadas) narraciones en primera persona con-según el propio autor-ciertos toques autobiográficos, pero, sobre todo, escritas con extrema sencillez y espontaneidad.
La búsqueda constante de una prosa así, que esté lo más alejada posible de las construcciones complejas y recargadas de estilo que muchas veces nos alejan del narrador y de lo que nos quiere contar y, por tanto, le restan verosimilitud al texto que tenemos delante, es la principal obsesión confesa del autor y podríamos decir sin miedo a equivocarnos que, en las brujas, Celso Castro borda magistralmente de nuevo dicho registro.
A Celso Castro no le gustan las mayúsculas ni tampoco señalar los puntos y aparte, pero su literatura será, ya para siempre, gigante y diferencial.
Y punto.