Reseña del libro “Las frías noches de la infancia”, de Tezer Özlü
Los editores de errata naturae amplían la colección El Pasaje de los Panoramas retomando un libro autobiográfico que la escritora Tezer Özlü publicó en 1980: Las frías noches de la infancia. No importa si no la conocéis. Tampoco lo pretende. De hecho, esto es más que la típica biografía de vida —valga la redundancia—, porque lo que narra lo hace en otro plano; el del viaje emocional de una mente inquieta a lo largo de su corta vida, marcada por una enfermedad psiquiátrica.
Qué podría decir de su vida. Tezer nació en Turquía, pero vivió en muchos lugares de Europa. Se casó en varias ocasiones, con un actor, con un director, con un artista. Tuvo una hija, abortó… Y dado que la escribió ella parece lógico que no pueda contar su propia muerte. Pero hay distintas formas de morir. Y ella murió muchas veces sobre la mesa de electroshock para tratar un diagnóstico maniacodepresivo. En realidad, nada de lo que diga de su vida revelaría los detalles más importantes de esta obra, tan breve que su lectura es como perseguir una ráfaga. Apenas hay nombres, apenas hay contexto. No importan tanto los personajes como su propio mundo interior y la forma a la que se enfrenta a las situaciones. El diálogo, escaso, es poético y reflexivo. Las frases cortas se suceden sin adverbios o palabras que las enlacen. Como un batiburrillo de apuntes sobre lo cotidiano, lo descriptivo y acciones que se dan de forma tan vertiginosa en el tiempo que no he podido despegar los ojos por miedo a saltar una frase y perderme media vida. Por eso engancha, y por eso da pie, una vez terminada la lectura, a querer saber más sobre esta persona, como para buscar con verdadero interés información complementaria.
El mundo interior de Tezer abarca desde lo más alto, las ansias de vivir, hasta la fosa en la que liga con el suicidio. Lo narra con un estilo que me recuerda mucho al flujo de conciencia. Difícil de encontrar para el lector que lo busca y escaso entre escritores contemporáneos, por eso es una joya. Nos lo cuenta todo de forma muy directa, incluso diría que violenta cuando demuestra, sacándonos los colores, que tenemos muchos tabús. Por ejemplo, cuando normaliza sus prácticas y anhelos sexuales desde la infancia; cuando se adentra sin coger oxígeno en los aspectos más turbios de la sociedad entre los que se encuentran los pensamientos sobre la muerte o los terribles abusos que sufrió en el hospital, donde los enfermos no valían como personas. El hecho de que lo haga en presente te sitúa más cerca de la situación y, por si no fuera bastante, de vez en cuando se atreve a dar toquecitos al lector.
En otro plano, muestra también el lado decadente y reaccionario de la sociedad. La lucha del inconformismo, el vaso medio vacío que no sabe cómo llenarse. El grito de la vida que no encuentra un sentido, lanzado con forma de letras entre el reproche y el anhelo. Puedo imaginarme este título en un entorno didáctico y de análisis, aunque siempre se leerá con más gusto si se comienza de forma voluntaria.
A lo largo de la obra he tenido la sensación de que la escritora y yo estábamos viendo todo desde dentro de su cabeza. Como si fuese a la vez la cámara que graba y la espectadora; una película con comentarios del director. En este visionado que toca muchos puntos, las que más me han estremecido son las historias de hospital. Aunque no trate de lo mismo, me he dado cuenta con horror de que tras la pandemia tengo un referente sobre cómo describe la sensación de estar internada y el abandono de ciertos pacientes. Cuando parecía que había vidas que valían menos, o que ni merecían la pena, y que tuvieron ese angustioso final.
Este no es un libro para desconectar. Es un libro para conectar con realidades incómodas que pudieron ser escritas entre los agostos de 1978 y 1979, pero que son muy actuales. Viven entre nosotros y con nosotros. Podríamos ser nosotros.