Las voces bajas, de Manuel Rivas
No recuerdo cual fue el primer libro que leí de Manuel Rivas. Estoy entre El lápiz del carpintero y ¿Qué me quieres, amor? Me inclino más por éste último. Lo que sí recuerdo es la sensación que me provocaba su lectura a medida que lo iba leyendo. La de querer escribir como él. Y es algo que me ha pasado con contados autores. Dos o tres, no más. Desde entonces intento leer todos sus libros (de narrativa, nada de poesía ni recopilaciones de artículos periodísticos). Digo que intento, porque tengo pendiente en la pila siempre creciente, nunca menguante, de libros por leer Todo es silencio y Los libros arden mal.
Rivas tiene un estilo, una forma de narrar, que parece que no te está contando nada importante, que es algo trivial, porque te cuenta detalles, gestos de la vida, hechos nimios del día a día, desde la nostalgia, desde el paso del tiempo, ya sean días o décadas… y lo que te cuenta es justamente lo más importante: la vida, la infancia, las relaciones con familiares y con personas del entorno.
Las voces bajas es un libro autobiográfico, un diario de vivencias y sentimientos pero también una sucesión de historias y recuerdos, a veces algo desordenados. Rivas ha novelado su vida y ha convertido en personajes a familiares, vecinos, amigos del colegio… Leemos sobre primeros miedos, emigración, las peleas en el patio, las lecturas a escondidas del padre que no quería pagar a la compañía de la luz más de lo que le correspondía; vacas, pastoreo, música de saxofón, matanza de cerdos, de la preocupación de una madre porque su hijo encontrara un trabajo donde “no mojarse”…
22 pequeños capítulos algo inconexos, tal vez intencionadamente, tal vez queriendo reproducir los asaltos que los recuerdos acometen a la memoria; capítulos en los que nos empapamos del aire de unos tiempos y costumbres ya lejanos con esa ambientación gallega que Rivas tan bien recoge y transmite.
En Las voces bajas, como en casi toda su obra, Rivas tiene el don de arrastrarte a la historia que en ese momento te quiere contar sin que te des cuenta. Con pocas palabras te habla, poco a poco te va engatusando y a nada que te descuidas ya estás en medio de una escena familiar, con la madre cosiendo y hablando sola o en la barbería de su tío o “pisando el sol”. ¿Y qué otra cosa vas a hacer más que dejarte contar cuando el que cuenta lo hace tan bien?
La última parte se centra en los años recientes, en donde Rivas nos cuenta sus primeros años de periodista y la importancia de los enlaces y le sirve para homenajear a su hermana, víctima de cáncer, haciendo una breve semblanza de su carácter a través de algún sucedido y sin caer en ningún momento en sensiblerías.Desgraciadamente debo decir que me ha decepcionado algo. No es su mejor libro, cierto, pero no deja de ser un buen libro a pesar de que no llega a captar por completo el interés del lector, el cual decae a mitad del libro.
Pero, pero, pero… a pesar de eso, está impecablemente escrito, con una prosa propia que se nota muy trabajada, y que “suena” muy bien. Sigue siendo un enorme placer leerle, sigo queriendo escribir de la forma tan especial en la que él escribe y seguiré leyendo sus próximas novelas (o, en su defecto, amontonándolas en mi pila particular).
«En la emigración, se habla siempre de la morriña o saudade del que marcha a otra tierra y no de quien se queda. En quien se iba, había tristeza, pero también esperanza. La tristeza desabastecida era la de quien no marchaba… “¡Ahí os quedáis, ahí os quedáis,/con curas, frailes y militares!”»