En el colegio mayor en el que estuve viviendo unos años mientras iba a la universidad teníamos entre los amigos una pequeña tradición todos los domingos: a eso de las cuatro de la tarde, cuando nos asegurábamos de que todos habíamos amanecido y de que teníamos más o menos controlada la resaca, nos juntábamos en una habitación y empezábamos a compartir información de la noche anterior. Había veces, las menos, que el encuentro solo servía para comentar alguna anécdota graciosa desde la perspectiva de cada uno, pero en la mayoría de las ocasiones de lo que se trataba era de reconstruir la noche con las escenas que tenía cada uno almacenadas en su mollera. De hecho, muchos de mis recuerdos universitarios en realidad no son tales, ya que los he acabado conociendo a través de terceras personas a pesar, o precisamente por ello, de haberlos protagonizado yo. Por suerte nunca he llegado a padecer algunas de las situaciones que cuenta Sarah Hepola en Lagunas, aunque habrá que tocar madera. Porque, como reitera la autora en estas singulares memorias, uno de los mayores peligros que tiene el alcohol es su fuerte aceptación social, la cual permite que sin llamar la atención y casi sin darse cuenta puede uno pasar de ser el alma de la fiesta a un borracho crónico del que mantenerse alejado.
Hepola comenzó muy pronto a interesarse por la cerveza; con solo 6 años la cató por primera vez y con 7 ya estaba robándoles latas de cerveza a sus padres de la nevera. Lo irónico es que fue su propio padre el que le dio a probar por primera vez esta bebida, algo que no era tan extraño hace unas décadas, cuando ver a un niño con los mofletes enrojecidos y ligeramente mareado resultaba enormemente gracioso. Desde entonces su vida, no demasiado alejada de la de una chica cualquiera, con una infancia relativamente feliz y una adolescencia relativamente rebelde, pasó a tener al alcohol como hilo conductor; de las experimentales borracheras en el instituto pasó a las épicas borracheras en la universidad y acabó aceptando la bebida como un instrumento más para poder llevar a cabo su trabajo como periodista. Visto así, cualquiera podía oler la tragedia a kilómetros, pero Sarah tuvo que tocar fondo muchas veces hasta que fue capaz de asumir su realidad: esa sustancia que le había acompañado durante tantos años, a la que había utilizado en tantas ocasiones para ganar valentía, para desinhibirse o para pasar un mal trago (nunca peor dicho) no era sino la principal causa de todos sus problemas.
Despertarte en la cama con alguien que recuerdas cómo ha llegado hasta allí, caerte al suelo sin motivo aparente o provocar un momento tremenda e inoportunamente incómodo a gente a la que aprecias son situaciones que todos hemos escuchado o protagonizado. Al menos, todos los que tenemos la costumbre de hacer equilibrismos en nuestras noches de fiesta para, como decía un viejo anuncio de la DGT, buscar el punto sin encontrar el coma. Y en ese combate con la moderación y el autocontrol, que siempre acaba perdiendo el mismo, es incuestionable que ser mujer es un hándicap añadido. Porque, como sintetiza brillantemente la autora, «cuando los hombres se emborrachan hacen cosas. Cuando se emborrachan las mujeres se las hacen a ellas».
La prosa de Hepola entra como un buen Rioja pero acaba dando el mismo ardor de estómago que una copa servida en un after. Su relato, ácido e inmisericorde consigo misma, provoca una fuerte empatía al leerlo. También genera una inquietante negación, un sentimiento que brota cada vez que uno lee una historia bochornosa que se asemeja bastante a otra que ha vivido en sus propios huesos. Pero no, nosotros no podemos caer en el alcoholismo, aunque entrenemos impenitentemente fin de semana tras fin de semana, aunque no sepamos juntarnos con un amigo, leer un libro o ponernos a cocinar sin que haya una cerveza a nuestro lado.
Publicado originalmente en 2015, Lagunas (Pepitas de Calabaza) es un libro tremendamente potente y efectivo precisamente porque no busca dar un discurso moral: solamente narra desde la experiencia cómo el alcohol puede condicionar por completo una vida y cómo solo es posible escapar de él aceptando el problema y luchando. Aunque eso solo le puede pasar a quienes no saben controlarlo, claro. A aquellos que no son como nosotros.
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