Es la segunda vez que leo “Lección de alemán” y lo cierto es que he descubierto muchas cosas que no había encontrado en la anterior lectura, pero sobre todo me ha sorprendido el volver a hallar, imponente, la belleza de este texto. Que no es una belleza cualquiera, no es una de esas de palabras fáciles e imágenes rotundas y amables; no, no es ese tipo. Mientras la leía yo sentía, por momentos, que me elevaba y descendía como solo lo haces oyendo una sinfonía de Mahler, cuando el sonido te va recorriendo el cerebro y los centros de sensibilidad; y te sientes como si flotaras en una barca; subes y bajas con la marea de sonidos, como si estuviera, también, afectada por los influjos de la luna, suave y terca. Otras veces me parecía sentirme como cuando miras un río furioso y queda atrapada tu mente y tu mirada en el flujo y reflujo hipnótico del agua en el torrente. Esa sensación de que las palabras, las frases, se mueven bajo la doble sensación del control como la de una partitura y el descontrol furioso pero encauzado del río la he encontrado en contados libros. En contraposición a ese rumbo de las palabras, las ideas tiene una derrotero fijo: el deber, el poder, la exigencia por encima de la lógica, el ciego cumplimiento de las normas, la derrota… Todos esos caminos se abren y discurren por la novela, y son los contrafuertes que la sostienen.
“Lección de alemán” es el relato en primera persona en el que Siggi Jepsen cuenta que cuenta cómo es su vida en un reformatorio para jóvenes delincuentes, situado en una isla en mitad del río Elba, junto a Hamburgo. Escribe sobre la redacción, que primero no quiso escribir y que luego se convirtió en castigo, donde debía hablar sobre las “alegrías del deber”. Pero él ve ese deber como expresión de cosas que le llegan del pasado, y los ve como única forma de vida, un modo de afrontar el presente y el futuro. El deber como decepción y como comportamiento, como moral y como ética personal antepuesta, incluso, a la general, a la de la mayoría. Las “alegrías del deber” solo tenían una representación para Siggi, y era la de su padre, pero, aunque no lo quisiera reconocer, él mismo se aturulla subordinándose a una obligación extraña, que llega ahora en el reformatorio, o antes en su niñez, entre fuegos y afecciones. Sin embargo, es su padre, policía de un pequeño pueblo del norte de Alemania durante los estertores de la segunda guerra mundial, el que al recibir el encargo de prohibir dibujar al pintor Max Ludwig Nansen, y hacer cumplir dicho mandato, el que se obcecará en seguir las ordenes hasta las últimas consecuencias. Así, esa prohibición llevará a Siggi por las imposiciones paternas para que espíe a Nansen, y llevará, también, al mismo pintor a tomar al niño como aliado en su intento de salvar los cuadros, el arte y su forma de vida de la furia destructiva y obsesiva del policía. El deber que este sentía era poderoso, airado, presuntuoso, sobrepasaba sentimiento y poder, excedía el debido a su puesto policial para incluir a la familia, al pueblo, al comportamiento de la gente. En la batalla que discurrirá paralela al final del nazismo, aparecerán más actores que cubrirán los espacios que Siggi necesita para hablar de su familia, de su mundo, de sus compañeros de clase, de sus profesores, de huidos, de muertos, de la guerra… del arte.
Pero el lugar más alto por el que discurre la novela aparece en el momento que se plasman las ideas, las formas, las palabras, los recuerdos de vida y los sueños del que escribe en frases e imágenes, y hacen del libro algo especial. Las palabras cuentan historias de gentes que salen de la imaginación de Siggi o de la realidad; sus historias son momentos que quiere dominar, dar rapidez o pausa, sentido y dominio, y por ello hace que estén bajo el dominio de su pluma. De modo que sus personajes están vivos en cuanto él los describe, así que los malea, los hace moverse y avanzar o retroceder, los hace mirarlo, hace que los personajes de los cuadros estén vivos y salgan de ellos para contarle cosas. Y las miradas no serán únicas, variarán según sea la de Siggi ya adulto encerrado en su habitación del reformatorio y que está escribiendo la historia, o sean la del Siggi niño el que habla. Ambos, recuerdo y realidad, se confunde, hacen que se muevan las olas, adelante y atrás como la marea de aquella luna. Las miradas, otras veces, son como si fueran hechas por una cámara de cine, recia y vieja, que filma lo que ocurre en el momento como si se saltará todos los pasos y orgullos del escritor, nada se interpone, parece, entre el escritor y la escena descrita, todo es absoluta verdad, sin afeites. Esa misma mirada que, aunque no siempre sea cruda como la de una cámara que atrapa nubes, que persigue soldados que huyen, que percibe al movimiento de un pincel o a los aviones que ametrallan, que levanta cien mil gaviotas sobre el cielo; es la mirada que da importancia a lo menos grandioso, a lo menos exagerado, a esos pequeños gestos, guiños, palabras o pasos que parecen que se nos van a pasar por alto, pero que son los que explican el mundo, que atañen a ese pequeño espacio con el que explica la realidad por encima de los grandes gestos y de las palabras más seductoras. El libro es en parte, sí, memoria pero también confesión al lector, al profesor de alemán, al director del reformatorio, a sí mismo, al lector potencial, al mundo, a sus padres, a sus hermanos, a la nada… de culpas y odios, de recelos y contagios, de perdidas y descubrimientos.
“Lección de alemán” es, también, un encendido escrito de pintura, de arte. Es un elogio al acto de pintar y a los propios cuadros; pero también a la libertad personal y a la artística, sobre todo la del pintor,…y la del observador. La visión que aparece de la pintura, nos lleva por un elogio sobre el estudio del color y la luz, Siggi sabe escudriñar las pequeñas diferencias de los tonos, de los contrastes, sabe admirar la discusión, práctica, del pintor consigo mismo para alcanzar a expresar el mundo lleno de brujas y fantasmas, de seres salidos de lo profundo del paisaje y de las mentes de aquel pueblo, de aquella Alemania. Así de los cuadros salen escalofríos, y sale miedo, y sale angustia, y salen personajes que nunca son heroicos, no so vencedores, solo sufren, hace sufrir, escapan, o sienten que no era su sitio. Todos parecen del recuadro del lienzo para entrar en el mundo de Siggi, infantil pero codicioso de saber y de sentir. De esta manera, de los pinceles nacen cosas que nunca estarán muertas porque viven aún ocultas en lugares improbables, siguen vivas y, quizás, a salvo de los necios del deber ofuscado.
Y en “Lección de alemán” la sensación de orden, intransigencia y desdén, que parece mostrarnos un mundo oscuro, cerrado, nublado, cuadrado: contrasta con la libertad de los cuadros que pinta Nansen y describe Siggi, en los que el color y la imaginación, en los que las brujas y los fantasmas, los seres de otro lado, enseñan un mundo irreal, no pegado a la tierra y a las nubes bajas. Y nos muestra el reformatorio lleno de mentiras y verdades, del que aunque te dejen en libertad, no se puede escapar; él no puede escapar de aquel centro que es su lugar de castigo, perdón y refugio.
Pensé otra cosa cuando acabé este libro por segunda vez: lo agradable que era volver a él, para redescubrir la definición de lo hermoso en la literatura.
Lo volveré a leer. Seguro.
Víctor Molinero vuelve a las andadas. Quizás este sea el título que mejor se acomoda al análisis de “Lección de alemán” . Es evidente que Víctor tiene algo así como una hermosa obsesión por este título, ya que allá por los años 2003 o 2005 nos deleitaba en su blog de análisis literarios con el mismo tema. Y no es que no tenga otros títulos para meternos en la corriente del río de las letras y dejarnos llevar hasta el mar de las ideas. No, nada de eso. Lo sé con certeza puesto que somos amigos y ambos profesamos el mismo amor por los libros. Yo no deseo hacer el panegírico de esta fantástica reseña que nos vuelve a entregar de un no menos extraordinario texto del prestigioso Siegfried Lenz, y no quiero hacerlo porque ya no tengo palabras de elogio por su tarea. No deseo que algunos piensen que la amistad lo puede todo, hasta ocultar una crítica desfavorable y solo vale pasar la mano ” a favor de pluma” . No, repito; me limitaré a decir , bah! a copiar lisa y llanamente, un micro prólogo que emitiera Rodrigo Fresán en la portada de “Stoner”. Se limitó a escribir ” Stoner es una obra maestra. Y punto.” Así que yo digo : Win es sin dudas un maestro en este arte que corre en paralelo con el contenido de un texto.