Las relaciones valiosas con seres queridos necesitan la conjunción de muchos ingredientes, pero quizás el más importante de todos ellos sea el tiempo, una dimensión que hay que invertir con generosidad y con la convicción de que el resultado merecerá la pena. Hablamos mucho de las llamadas horas de calidad que a veces se entienden como la realización de actividades estimulantes, cuando seguramente la verdadera calidad está más relacionada con lo contrario, con lo que llamamos perder el tiempo.
Lento, la segunda novela del escritor Andrés Barrero, incita a perder el tiempo con los que queremos, pero nunca es perderlo ya que regalar lo más valioso que tenemos a nuestros seres queridos es el indicador más claro de nuestro compromiso con ellos. Vivimos en una época en la que la velocidad y la producción son valores muy atractivos y Andrés Barrero, con esta novela, nos recuerda que trenzar algo sólido y duradero, requiere tomarse las cosas con calma. Escrito con un lenguaje preciso, una narrativa fluida y un ritmo dulce, Lento estrena editorial. Libros y Literatura inicia su catálogo con un producto hermoso que han cuidado mucho antes de iniciar su inmersión con ilusión y valentía en el mercado editorial. Y atendiendo a su escrupulosa edición, vemos que LyL viene para quedarse.
Lento nos cuenta una historia sobre la comunicación que se establece entre un padre y un hijo ya adulto a través del acto de cocinar juntos los domingos. Padre e hijo se reúnen alrededor de los fogones y, mientras preparan deliciosas recetas de la gastronomía tradicional de Huelva, hilan una relación llena de naturalidad y de cariño que abre una ventana a su envidiable universo.
Envidiable porque desde el otro lado de las páginas percibimos los aromas que esa relación destila: amor, respeto y mucha nobleza. El padre es una persona sencilla e íntegra que todavía tiene muchas lecciones que transmitir a su hijo a través de la cocina (“las personas no somos diferentes de estos tollos. […] …están tan acartonados que no parecen aprovechables. Sin embargo, tienen toda su esencia en el interior, todo el sabor. […] Probablemente sepan mejor secos que jóvenes y lozanos”). El hijo recibe estas enseñanzas con cierta sorna, pero también con admiración, no solo porque se da perfecta cuenta del conocimiento que contienen, sino también porque reflejan el cuidado con el que el padre ha construido su propia vida. Incluso con cierto afán por llegar algún día a tener esa sabiduría que sabemos que dan los años y que permite poner en valor lo que realmente lo tiene.
El todo es más que la suma de las partes. Padre e hijo son caballeros de los que ya no quedan tantos, pero además han construido una relación maravillosa. Por un lado, su trato es prudente y sin exhibiciones emocionales que todo lo enturbian. Su conversación, tejida con la tradición de una cultura común, se encuentra llena de mensajes sutiles y de protecciones veladas. Pero además manejan el pudor de la intimidad compartida con el humor que los dos protagonistas se gastan. Un humor ingenioso y elegante que aliña la relación y expulsa de su espacio las nubes que amenazan su pasado y, quizás, su futuro. Porque la novela no solo nos permite disfrutar inocentemente de los momentos especiales que comparten sus protagonistas en torno a la cocina, sino que también obliga a que los sigamos a través de una peripecia mucho más dolorosa que, desgraciadamente, muchos padres españoles del último siglo han recorrido.
La gastronomía tiene vida propia en esta novela. la mediadora de este encuentro padre-hijo podría haber sido cualquier otra actividad compartida como el ajedrez, o el criquet, pero lo cierto es que la cocina dota a esos momentos de una sensorialidad efímera única que transforma los domingos (esos días tantas veces tristes) en paréntesis en los que se puede domar el tiempo y evitar que te arrastre. Como sentarse a mirar una puesta de sol o un paisaje hermoso y dejarse llevar por los sentidos.
Es un gusto ver lo que se cuece en esa cocina. No solo por las recetas que te dan ganas de dejarlo todo y bajar al supermercado a comprar los ingredientes (seguramente sin ningún éxito, pues muchos de los productos son locales y de no tan fácil acceso) sino que echas de menos cocinar así, pausadamente, con alguien querido. El padre corta el choco, el hijo pocha la cebolla y entre cuchillos, cazuelas y chascarrillos, se instala la magia que, seguramente, los dos llevan esperando toda la semana y que suele terminar en un plato como el de Choco con Habas que “sabía a reencuentro y le reconfortaba como ningún otro sabor en el mundo” o como el Consomé con Royal de Gallina, un plato que sabe a Nochebuena.
Estos domingos son un bálsamo para el hijo que, profesor de universidad de mediana edad, tiene una vida más agitada que la de su padre. Quizás por ese motivo es más consciente de que está viviendo momentos especiales que le gustaría no olvidar. Con esta novela, el hijo, quizás Andrés Barrero, parece querer congelar esos domingos para disfrutarlos no solo en el presente, sino hacer acopio de ellos para el futuro cuando ya se hayan perdido. Como preparar un álbum lleno de preciosas instantáneas para evitar que el olvido arrample con todo.
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