Siempre me han gustado las librerías. Desde que era muy pequeña me gustaba entrar en librerías y tener la sensación de que todas las estanterías estaban llenas de promesas de ratos especiales, de historias entretenidas, interesantes, divertidas o útiles que me harían conocer otros mundos que, de otra manera, ni imaginaría [como otra sucursal de “El universo (que otros llaman la Biblioteca)” que dice Borges].
Tengo recuerdos borrosos de las librerías infantiles, recuerdo las caras sonrientes de los libreros, recuerdo colores brillantes, recuerdo un cuadro en una pared en el que dos parejas de abuelos estaban tumbadas frente a frente en una cama, viendo cómo su nieto abría una chocolatina de Willie Wonka, recuerdo un niño estirándose hasta la caja registradora con un libro que en la portada mostraba a un niño, Konrad, saliendo de una lata de conservas.
Según he ido haciéndome mayor, eligiendo libros y pasando por distintas etapas lectoras, las librerías se fueron convirtiendo en templos sagrados (perdón por el lugar común) cuyas promesas eran aún más excitantes. Todas las librerías me ofrecían propuestas llamativas, daba igual que fueran cadenas gigantescas en las que encontrabas de todo, que librerías pequeñas con el sello propio del librero. Las inmensas, las titánicas, me daban sorpresas agradables (por ejemplo, hace muchos años en una estantería de un Barnes&Noble de Columbus, Ohio, encontré nada más y nada menos que Dioses y héroes de la antigua Grecia de Gustav Schwab) pero a veces, también profundas decepciones (en la misma librería no tenían y, lo que es peor, no conocían a Simone de Beauvoir. Esto no pretende ser una generalización, muchos de los dependientes de grandes cadenas son grandes lectores).
Llegó un momento en el que las librerías independientes se convirtieron en mis favoritas. Cada una de ellas es distinta, cada una tiene un fondo que tiene que ver con las preferencias del librero que las hace sobrevivir, sus preferencias se ven no solo con lo que está en sus estantes, sino también con lo que falta. Hay tantas librerías independientes como libreros e incluso aunque no comparta el interés por su selección, entiendo y respeto el deseo que alimenta la pasión (como se trataba lateralmente en la película Adaptation. El ladrón de orquídeas de Spike Jonze).
Muchos lectores miramos con envidia a los libreros. Nos los imaginamos todo el día leyendo y descubriendo ejemplares, como editores que pulen cada día su catálogo para que sea atractivo para el tipo de lector que ellos esperan que exista. Petra Hartlieb cuenta en Mi maravillosa librería el proceso de creación de una librería de barrio, formada por expertos en distintos campos que pretende proveer a todos sus vecinos con eficiencia, una librería que sabe lo que cada lector necesita, ya sea narrativa intimista, un libro de viajes, un ensayo filosófico o un libro de ornitología local. Y parece que Petra Hartlieb lo consigue. La realidad más extendida es otra menos romántica (de hecho, un librero amigo me decía con humor que ese libro lo tienen clasificado como “Ciencia Ficción” por cómo describe sus extraordinarias ventas), pues aunar el amor por los libros con mantener un negocio que cada vez está más amenazado y tampoco tiene márgenes tan amplios de beneficios es muy complicado. Quizás La librería de Penelope Fitzgerald recoge mejor el modo en el que los obstáculos (sean de la naturaleza que sean) pueden debilitar estos proyectos. Y lo cierto es que, como resultado de conflictos desde varios frentes, muchas librerías, a pesar de ser también maravillosas, están cerrando en los últimos años.
Pero también es cierto que están apareciendo por todo el país librerías con proyectos propios en los que no solo se puede comprar libros, sino que además se puede tomar un café, conocer al autor del libro en una presentación o hacer una cata de vino. Librerías que son también espacios en los que te apetece estar, compres o no el libro.
¿Por qué nos sentimos tan bien en estos espacios? Una artista amiga mía trataba de explicarlo desde la experiencia visual, desde la imagen ordenada de una serie de objetos de líneas rectas cuya sola percepción transmite calma a nuestros cerebros llenos de ideas atropelladas, caóticas y exigentes. No lo tengo tan claro. A mí me sigue pareciendo que estar rodeada de tanto por descubrir es lo que hace de las librerías un sitio estimulante donde los sentidos se agudizan e incluso la propia práctica de la lectura se enriquece. Cuando echo un vistazo a un libro en una librería, las frases brillan, sobresalen, se llenan de un significado que, frecuentemente, más tarde, a solas en mi casa, no encuentro. Mi percepción en el momento en el que estoy en la librería está mejor preparada para exprimir la belleza o la lucidez de la frase y así poder decidir si va a gustarme el libro o no.
Librerías (este libro ya fue reseñado por mi compañero Sergio Sancor, y la podéis leer aquí: https://www.librosyliteratura.es/librerias.html) es un ensayo que no solo trata de librerías, su origen, sus funciones, sus relaciones, su historia, sus clientes o sus impactos. Es el mundo de los viajes de Jorge Carrión, su peregrinación por librerías esenciales por su historia, por su temática central o por su importancia como focos culturales o políticos. El autor investiga sobre ellas con el rigor y la solidez del académico, pero no se queda solo en el análisis profundo y bien documentado, sino que además lo mezcla con sus propias sensaciones y reflexiones, construyendo nuevo conocimiento (“Porque la librería se nutre de una energía objetual que seduce por acumulación, por abundancia de oferta, por dificultad de definir la demanda…”). Y no solo nuevo conocimiento, también nos encontramos con momentos más líricos, en los que el producto es más intuitivo, más evocador, en los que podemos volar un poco (“Ojos que leen, manos que escriben y que pasan páginas y que sostienen tomos, sinapsis cerebrales, pies que conducen a las librerías y a bibliotecas…”).
Su enfoque como viajero y su evolución también es muy sugestivo: “Al día siguiente visité Gleebooks y estampé uno de los primeros sellos de mi pasaporte invisible, que en aquella época tenía un sentido, digamos trascendente para mí, peregrinaba a las librerías, a los cementerios, a los cafés, a los museos, templos de la cultura moderna que adoraba todavía. Como se habrá adivinado ya a estas alturas del ensayo, hace tiempo que asumí mi condición de turista cultural de metaviajero y que dejé de creer en pasaportes invisibles.” El viajero y su conocimiento incompleto de lo que visita, la lucidez y la honestidad de entrecomillar la validez de lo que se percibe.
Leí Librerías con ansiedad. Me trasladó a esos espacios muy queridos para mí y al mismo tiempo me hizo reflexionar sobre ellos. El único “pero” que pondría al libro es que las imágenes (fotografías de fachadas, estanterías, tarjetas de las librerías que ha ido visitando) no se ven muy bien y faltan los pies de figura. Con este fetichismo mío me hubiera gustado poder verlas mejor.
Jorge Carrión dice en su perfil de Twitter: “Mi idea de escritor: alguien que se interesa por todo, Susan Sontag”. Después de leer Librerías, creo que él encaja en esa descripción. Su curiosidad abarca todo (literatura, geografía, historia, política, arte, cine y televisión) y escribe sobre ello desde una perspectiva tan profunda como personal. Ya con Teleshakespeare me impresionó por la calidad de su análisis sobre el fenómeno actual de las series de televisión. Librerías es aún mejor, y se entiende perfectamente que fuese finalista del Premio Anagrama de Ensayo 2013.
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