Lila, de Marilynne Robinson
¿Puede acostumbrarse a vivir bajo un techo quien sólo ha sabido llamar hogar a la ausencia de un techo?, ¿puede aprender a amar alguien que sólo a aprendido la desconfianza? Al menos puede intentarlo, que es lo que hace Lila. ¿Y lo consigue?, se preguntarán. Algo me dice que Marilynne Robinson también lo hace, la pregunta (junto con muchas otras) abarca un libro entero y parte de los dos anteriores. Y se lo pregunta de forma tan hermosa que lo de menos es la respuesta, que yo tampoco sé si existe pero desde luego tengo claro que no es Lila quien debe responderla, su trabajo es vivir y con eso tiene más que suficiente.
Lila es la tercera visita Marilynne Robinson a Gilead, la primera comparte su título con el pueblo y la segunda fue En casa, aunque eso de las visitas es una metáfora desafortunada de lo que son estos libros. Yo no sé ella pero yo, desde luego, puedo asegurar que una parte de mi se quedó a vivir en Gilead desde la primera página y estos libros forman parte de mi particular mundo literario desde entonces. Los tres son deslumbrantes por separado, juntos puede que sean la obra más importante de la literatura estadounidense de lo que llevamos de siglo XXI.
De las tres Lila es sin duda la más emotiva. Comparten personajes, escenario, tono y reflexiones de fondo, pero Lila es diferente. No sabría muy bien cómo explicarlo pero es una novela que se adentra tanto en la complicada mente de la protagonista y en el noble corazón del reverendo Ames que uno cree estar viéndose a sí mismo vagabundeando por los caminos del hambre, literalmente polvorientos, y de la falta de amor, polvorientos metafóricamente. Y también vivir la historia de amor de ambos que es de las más entrañables que me haya encontrado alguna vez impresas en cualquier libro o en cualquier alma. La Lila niñaes un personaje con una vida tan dura como infinitamente tierno es su relato. Marilynne Robinson consigue verle el lado luminoso a la miseria, sin ocultar un ápice de dolor o de mezquindad. Hasta conocer al reverendo Lila sólo conoció a una persona que se cuidó de ella, a una persona que le dio algo parecido a amor, y esa persona la robó de su casa y vivió con ella por los caminos en plena depresión. Vivir sin nada. El recuerdo de esa mujer se materializa, y no es en absoluto inapropiado, en una navaja. Pero no en una navaja útil como tantas, en una capaz de matar y que probablemente lo haya hecho más de una vez.
Tras muchas vicisitudes y una existencia durísima que vamos conociendo a lo largo de la novela, Lila encuentra el amor, y no sabe qué hacer con él. Ni siquiera sabe muy bien si lo siente. De hecho se refiere a su marido como “el anciano” y aunque sea feliz a su lado siempre tiene en mente la idea de marcharse, de volver a los caminos. Y encuentra otro amor, el del hijo que alberga en su vientre y que probablemente sea lo que marque la diferencia. Es un personaje psicológicamente complicado y confuso, pero tan bien construido que si en las anteriores novelas era atractivo, en ésta es inolvidable desde la primera página.
En las reseñas de las anteriores obras ya hable de muchos aspectos que ahora repetiría gustosamente si no fuera porque uno no debe repetirse, o al menos no conscientemente. Pero sí quisiera decir algo para terminar, son unos libros extraordinarios se miren desde el punto de vista que se miren, pero una de las cosas que más me gusta de ellas es que son libros con los que se dialoga y de los que se dialoga. Me gusta hablar con ellos, discutir con el reverendo, charlar con Lila, saber qué ocurre con todos los personajes como cuando uno vuelve a la casa familiar, pero también me gusta hablar sobre ellos con otras personas porque se prestan mucho a ello.
Andrés Barrero
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