¡Ay, el terror! ¿Qué seríamos sin el terror! “El infierno son los otros”, decía uno. Ya, ya, pero no pregunto eso; pregunto por el terror. ¿Qué es el terror? “El terror puede adoptar múltiples formas”, decía otro. ¿Me vas a contestar con citas? Bueno, va, eso se acerca, te lo acepto y vamos a empezar por ahí, porque además es cierto y lo que a unos puede aterrorizar a otros puede hacerles partirse el culo. Literal.
Ahora bien, estaremos de acuerdo en que a todos nos aterra la convivencia. En mayor o menor medida, pero nos aterra. Y si ya de por sí lo hace el hecho de compartir espacio común con alguien que conoces (pareja, familia, amigos,…), o espacio menos común (vecindad, trabajo,…) imagina si ese alguien es un completo desconocido.
Pues bien. El protagonista de este libro es un escritor, Lorenzo Carvajal (con “v”, que es más normal en nuestra geografía que con “b”), que, siguiendo el consejo de su editor, alquila por una miseria un caserón en una recóndita zona en medio de un bosque para escribir un Tochonomicón, un ladrillo de los buenos, porque, como bien sabemos, si un libro no es un tocho no llega nunca a aspirar a la gloria de convertirse en superventas. Es uno de los requisitos mínimos. Eso lo sabe hasta una editora-autora de gordas tetacas. Pero me desvío… Tan recóndita es la zona en donde está el caserón, que este no aparece en el Google Earth allá donde debiera.
Y lo más gordo no es eso. Tú imagínate que para aislarte del mundo y encerrarte en tu burbuja de escritor, con tus pensamientos, tu pecé, tus folios para anotaciones,… no solo te vas al quinto coño, sino que vas a compartir la mansionaca con una familia. Una familia con la que no debes cruzarte nunca. Una familia que llegará cada noche sobre las once de la noche y se pirará antes del amanecer. Cada noche tendrás que encerrarte en tu habitación diez minutos antes de las once y podrás salir al amanecer. A cambio, solo pagas el 20% del alquiler. ¿Qué haces? Después de asegurarte de que no es una broma, digo. De cabeza dices que sí, ¿no? Bueno va, pues imagina que dices que sí. Y no se vayan todavía, que aún hay más. Cuando llegas a la casa y abres la puerta y ves que donde debería haber un recibidor hay un pasillo largo y estrecho y que el resto de la configuración de la casa confirma que el arquitecto era un discípulo eficaz de Escher o uno de los ideólogos de la casa Winchester tienes una segunda oportunidad para decidir qué hacer. Estás a tiempo de irte por donde has venido. Por supuesto, te reafirmas en tus trece, menudo eres tú para dar marcha atrás.
Ah, y otra cosa. No te olvides de tomar las pastillas para tu enfermedad mental. Sí, esa que te hace confundir realidad con imaginación, esa que va genial con tu profesión, esa que te hará pensar si lo que vivirás en esa casa es o no fruto de tu desvarío.
Así que sí. Lo ideal es, tras estudiar bien la situación y lo cojonudo de la combinación, decir: “con dos cojones. Me la quedo”.
Bueno, pues ya está, ¿no? Tenemos unos buenos ingredientes para una novela de sustos. Y lo cierto es que la mezcla da buen resultado. Hay momentos en los que realmente se pasa mal leyendo Lívidos. Y también hay momentos muy muy gores, muy asquerositos en plan peli de los ochenta, del amigo Carpenter y cía.
Y entrando ya en materia, pues sí, acojona a ratos. La historia avanza a buen ritmo y se va cociendo y enriqueciendo a fuego ni muy rápido ni muy lento, con una atmósfera de incertidumbre, que es lo que más cague da. Incertidumbre inicial y absoluta, incertidumbre que más o menos se despeja a mitad de libro, incertidumbre que creemos que se ha ido pero no te lo crees ni tú, e incertidumbre porque al final…
Además, la novela se lee con mucha facilidad porque está narrada con mucha gracia y desparpajo, haciendo sangre del mundillo editorial, con un lenguaje cercano, nada recargado, lleno de comparaciones y referencias muy pop que se agradecen infinito y hacen que el protagonista, (ese sosias de Jack Torrance –como él mismo dice– en su escarabajo camino a su propio Overlook pero sin la banda sonora de la peli), nos caiga bien porque está tan perdido como lo estaríamos nosotros.
Conde y Silvestre escriben a pachas una historia, no diré que de fantasmas, (como se afirma en la sinopsis, porque tiene muchos elementos más) con reminiscencias de Lovecraft (y a mí no me mola nada Lovecraft, que conste) que te mete el suspense en vena, con escenas wtf qc, y un final a la altura.
De Conde ya había leído y me gustó De las ciudades, vuestras tumbas, (que iba de vampiros) y parece que tiene planeado dedicar libros a las figuras clásicas del terror (brujas –El códice de las brujas–, hombres lobo –Hija de lobos–,…) por lo que voy a tener que marcarle de alguna forma.
Nada más. Y nada menos. Lívidos es un libro recomendable para leerlo a ser posible de noche, en una cabaña en el bosque, y sobre todo, bien abastecido de latas de conserva.
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