Me llamo Lucas y no soy perro, de Fernando Delgado
Hace unos años, cuando yo era más joven y las desgracias amorosas hacían acto de presencia con demasiada frecuencia, entré en casa con lágrimas en los ojos. Lloraba por un amor que se perdía, con esa sensación de que todo acababa, de que el mundo estaba a punto de desaparecer. Pero no cuento esta anécdota personal porque sí, sino por lo que pasó después, que sirve para ilustrar lo que significa este tipo de libros para mí. Cuando entré en mi casa, mi perro, que siempre venía a la puerta a saludarme al entrar se me quedó mirando, se quedó un rato observándome, y cuando me senté en el suelo a seguir llorando a lágrima viva, se acercó y comenzó a lamerme la cara como si estuviera lamiéndome las heridas de la batalla del corazón, o simplemente apoyándome en la carrera que, tiempo después, se convertiría en un campo lleno de minas por encontrar a la pareja adecuada. Esta anécdota me vino a la mente al leer Me llamo Lucas y no soy perro porque en la vida, desde aquella vez, siempre he pensado que los perros son mejores, en muchos aspectos, que los seres humanos. Su mirada, su compañía, e incluso su silencio, hacen todo lo posible por introducirse en nuestro mundo y lo hacen, sin remedio, para que ya no podamos vivir sin ellos.
Lucas es un perro. Un perro que no se considera un perro. Que no quiere serlo. Pero al que en su casa sólo quiere su dueña, y nadie más. Su amo le mira con odio, la mujer de la limpieza no quiere ni cruzárselo, y él, aunque perro, sigue no sintiéndose así, hasta que no le queda más remedio que aceptar la evidencia y encontrarse en un cuerpo de perro siendo, precisamente eso, un perro.
Creo que fue Mae West quien dijo que si quisiera formas un familia, me compraría un perro. Y estoy de acuerdo, a algún nivel, no como frase para generalizar, pero en mi vida mi perro me ha enseñado más cosas que muchos humanos que se vanagloriaban de ser sensibles, cuando en realidad lo único que eran es sensibleros. Fernando Delgado no escribe una novela de altos vuelos, pero a veces no hace falta cuando lo que se cuenta es la cotidianidad pura y dura, vista desde los ojos de un animal que se encuentra a nuestro lado, pero al que, a veces, no prestamos demasiada atención. Yo no he entendido nunca a esas personas que maltratan a sus mascotas, que las abandonan, que dicen que son “un estorbo” o “peligrosos para los niños”. Mi perro es la dulzura personificada, es de esos perros que te abrazan con su pelo, aunque no son sus manos, pero en realidad no le hace falta, como al Lucas de esta novela, que no le quieren, que le miran de reojo y le llaman “jodido perro” o “puto perro” que es algo muy extendido entre los humanos, cuando lo que tendría que estar en boca de todos es “inhumano” o, simplemente, “cabrón sin escrúpulos”. Los animales como Lucas, o como Oiz (mi perro), o como el de cualquiera de los vuestros que os acompañan en la vida, nos enseñan que su compañía es, cuando llega, algo indispensable no sólo para el cuerpo, sino también para el alma.
Me llamo Lucas y no soy perro es una novela que en realidad no lo es. Y no lo es, porque son vivencias, es una biografía en palabras de un perro, que paradójicamente tampoco se siente perro, pero que ha nacido en un cuerpo de perro, y que ya por eso será un perro toda su vida, aunque le cambien de nombre, aunque le abandonen, aunque vuelvan a encontrarle, a encontrarse, aunque le miren de lejos, con miedo, santiguándose, aunque él ladre sin pretender ladrar porque lo que de verdad quiere es hablar, poder dar un abrazo, poder besar como lo hacemos los humanos, como lo hacen sus dueños. Y a la vez que unas memorias, es una novela de ficción, aunque yo haya dicho que no lo es antes, pero si se toma como ficción todo aquello que es tan ordinario en nuestro mundo, nos encontramos ante la evidencia de que el ser humano es, por definición, un género lleno de bilis y jugos demasiado ácidos. Fernando Delgado evoca la vida de un perro, pero también de la familia que le rodea, porque siempre hay algún humano que haya formado parte de la vida de un perro, y porque aquella frase de qué vida más perra llevamos se dice muchas veces sin pensar, sin reflexionar adecuadamente que aquello que vivimos no es, ni de lejos, parecido a la vida del Lucas que aquí se nos muestra, del Oiz que vive conmigo a ratos, pero que me abraza y me saluda cada vez que la puerta se abre, y que me busca por los rincones, a la espera de que una caricia haga acto de presencia. Quizá él crea que también es humano, aunque viendo como está el mundo, casi es preferible que se quede como perro, y no como hombre.