Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett
¿Cómo nombrar aquellas cosas que no tienen nombre? ¿Cómo decir, explicar, aquello que te quita el aliento, que te lo corta, que te atraviesa como un puñal pinchando en el hueso? ¿Es posible, con el lenguaje, traspasar el telón del miedo y hacerlo realidad, darle ese halo de verdad, que nunca se ha conseguido? La muerte de un hijo. Lo que no tiene nombre. Las marcas de una vida que se paran, se estancan, pero que siguen con las palabras de una madre que recuerda, que observa las imágenes que su mente va creando, va pasando como diapositivas de un cine antiguo, ya mudo, que no volverá y que no debe permanecer en el olvido. Hablamos, lo hacemos para desahogarnos, para quitarnos la espina que se ha clavado tan hondo, en ese hueco, en el alma que se agarra a nosotros aunque queramos desaparecer. ¿Cómo decir que él, nuestro hijo, ya no está con nosotros? ¿Cómo pensar, en un solo instante, que ese cuerpo que veíamos moverse, que crecía, al que nosotros dimos vida, ha dejado un hueco demasiado hondo como para poder volver a llenarse? No se puede del todo, pero se intenta. Así se hace. Por supervivencia, por puro instinto, por todas esas veces en los que la sombra con guadaña ha venido a hacernos la visita de rigor. Vivir y morir. Dos puntos de una misma línea, uno el que empieza, otro el que termina, o el que deja ese remanente, ese poso que se pierde entre los resquicios del recuerdo. La memoria que no se acaba nunca. El horror de algo que no podemos nombrar, al que todavía hoy, la sociedad, no ha conseguido poner nombre. La historia de un hijo contada por su madre, por ella, no por él, porque hace tiempo que se fue.
Hay momentos, instantes, en los que el corazón parece detenerse un instante, una milésima de segundo, y nos resultan tremendamente reveladores. Cuando uno empieza a leer Lo que no tiene nombre sabe que aquí habrá dolor, uno intenso, pero también uno que adormece los sentidos, que los anestesia para que no suframos en demasía. Es sobrevivir, a los tiempos y a esa prisa que se cuela tras las ventanas abiertas. No debió ser fácil para Piedad Bonnett construir estos recuerdos de su hijo perdido, de ese hijo que ya no estará nunca, pero que no se olvidará. Es curioso cómo, hoy en día, todavía no sabemos muy bien ponerle nombre a esa situación. No estamos preparados, a pesar de que todos tenemos claro lo que sentiríamos en esa ocasión. Que la vida es corta, lo sabemos, pero que para algunos, siempre los mejores, lo es mucho menos, es una desgracia, es un sinsentido que no entendemos por mucho que nos lo expliquen, por mucho que la vida juegue las cartas, por mucho que en nuestro cerebro se instale la crudeza de pensar que “esto es lo que hay”. Pero también, en ese intervalo en que nuestro cuerpo se aclimata a la ausencia, entendemos que está en nosotros la supervivencia, que el hueco que dejó una persona tan querida, no puede echar por tierra todo lo que habíamos construido. La vida es corta, pero sigue. Con sus despertadores atronando, con nuestros viajes en metro, con el bolígrafo que se cae al suelo y rueda hasta toparse con la pared. Pequeños detalles que siguen, aunque nunca vuelvan a normalizarse del todo.
Uno tiene que prepararse para la lectura de Lo que no tiene nombre. Porque es real, es esa vida que se termina, es ese monólogo de una mujer que lo guarda todo, que lo explica todo, que nos mete de lleno en una ausencia que no hemos vivido como propia pero que, a través de la escritura de Piedad Bonnett convertiremos en nuestra. Recuerdo el viaje que hacía en transporte público mientras leía el libro y como mi garganta carraspeaba, mis ojos se veían inundados por pequeñas gotas, y como el resto de los pasajeros miraban a este chico solitario que soy yo mientras leía este libro. La vida es dureza, como la tierra que nos vio nacer y que ahora permanece agrietada. Y la muerte es un paso, sí, pero también muestra nuestro lado inconsciente, el de no entender, el de querer destruir, el de preguntarnos por qué nosotros, por qué diablos nos tocaría a nosotros, a los que nos quedamos aquí y vivimos esa ausencia, la que no volverá, la que dejó un hueco en los vivos y un rellenar de tierra en un cementerio. La vida sigue, pero no igual. Esa es la verdad, aunque yo ahora llore mientras escribo estas líneas, por los que se fueron, de malas maneras, en silencio, sin haber dado un aviso siquiera. Ellos se quedan, aquí, con nosotros, como en esta historia que nos ha regalado su autora, pero la vida, sí, la existencia, ya no se mantiene en el mismo equilibrio.