Como a Roma, son varios los caminos que conducen a la creación de un gran libro. Puede el autor, por ejemplo, proponerse escribir una obra maestra. Si se llama Joyce, Proust o Mann, puede, tras invocar a sus númenes, plantearnos profundas reflexiones sobre la memoria, el arte o la posmedernidad y el resultado se acercará bastante a la obra maestra. Por otra parte, el autor puede optar por olvidarse de la posteridad y escribir pensando en su público inmediato y en uno mismo. En ese caso, si tiene el talento suficiente, le bastará con llamarse Hernández, evocar el barrio donde creció y refocilarse en un culebrón de aquí te espero.
En este segundo volumen continúan las desventuras amorosas y las borracheras que, en Locas 1, nos deleitaban y, en lo que nos toca, nos hacían subir los colores. Locas 2, sin embargo, se centra mucho más en los personajes de Hopey Glass y, sobre todo, Maggie Chascarrillo, esa pareja de, sí, locas, con su relación de montaña rusa que ahora sube y ahora cae en picado.
Es probable que, a medida que publicaba estas historias en pequeñas entregas, Jaime Hernández se diera cuenta de que lo que tenía entre manos era más grande de lo que se había propuesto. Quizá sintió que sus personajes cobraban vida propia y reivindicaban aún más protagonismo en detrimento de la desbordante fantasía que podía chocarnos en la primera parte. Así, algunos de los elementos más llamativos y -vaya, otra vez- locos del primer volumen, a saber, los cohetes, los dinosaurios y el señor con cuernos, apenas aparecen, y de manera testimonial, en un par de escenas. Como todos los que alguna vez hemos tenido veinte años, Hernández debió de llegar a la conclusión de que la vida de los chicanos en California y el mundo de las luchadoras de wrestling ofrece suficientes elementos sobradamente capaces de entretener, asombrar y evocar.
Nadie debería, pues, ver en esa desaparición de cohetes y dinosaurios una falta de coherencia o un pecado de improvisación. A mi juicio, la grandeza de la serie Locas radica, entre otras cosas, en ver cómo no sólo los personajes, sino el propio autor, evoluciona y madura con nosotros. Crecemos (o nos gustaría haber crecido) con Maggie, y sentimos que vamos conociendo junto a ella a los nuevos personajes que irrumpen en su vida. Entre estos destacan Danita y, sobre todo, Ray Dan, un chico que dejó el barrio para irse a la uni y acaba de regresar presuntamente licenciado.
El libro continúa con esa estructura de capítulos aparentemente deslavazados y sin un hilo narrativo claramente definido que caracterizaba ya al primer volumen. Esta estructura, que sin duda debe mucho al culebrón televisivo, sirve perfectamente a los intereses de Hernández y le permite insertar episodios que son, por sí mismos, pequeñas obras maestras de la narrativa gráfica, como el capítulo “Moscas en el techo”.
Locas 2 es la prueba tangible de que aquellas horas que pasamos sentados en un banco comiendo pipas, encerrados en nuestra habitación mirando al techo, o buscando pelea a la salida de la discoteca no fueron horas desperdiciadas: Hernández las ha convertido en arte.