Londres es de cartón, de Unai Elorriaga
Hay ocasiones en las que uno nota sensaciones extrañas en los ojos, un cosquilleo difícil de describir que bien puede corresponderse con un estado de ánimo un tanto particular, como por ejemplo un derrame de entusiasmo mediante el que éstos pierden poco a poco su alma de escritor. También es probable que se deba a un aumento de dioptrías. En el segundo caso es recomendable una visita al oftalmólogo, pero en el primero, que es sin duda más infrecuente pero también mucho más dramático, es conveniente que un escritor como Unai Elorriaga se cruce en el camino de esos ojos desgastados, y no sólo por el disfrute lector que supone, que es grande, sino por la inyección de entusiasmo, de amor por la literatura que cualquiera de sus libros provoca en quien se enfrenta a la apasionante tarea de desentrañar su alma. Muchos son los libros que dan ganas de leer, los de Elorriaga, además, dan ganas de escribir, y pocas cosas más hermosas se pueden decir de la obra de un escritor. Y por el mismo precio se disfruta de un libro y de unos ojos rejuvenecidos, casi nuevos. No se puede pedir más.
La primera sensación que tuve al leer este libro es que es más maduro que los anteriores, magníficos y muy recomendables todos ellos, por cierto (Un tranvía en SP, El pelo de Van’t Hoff y Vredaman). Todas ellas irradian una gratificante sensación, la de que el escritor disfrutó terriblemente al escribirlas (lo cual es una consecuencia de la fluidez narrativa y de la originalidad de los planteamientos, no quiere decir que el parto no fuese con el dolor propio de esos trances), sin embargo el tema tratado en esta cuarta novela disimula un tanto ese lado lúdico, esa frescura de la narración tan inherente a Unai Elorriaga. Aunque lo que se puede perder en frescura se gana en enjundia y en brillantez.
Este inquietante Londres es de cartón es un libro de estructura compleja (dos partes aparentemente inconexas y una tercera que las hilvana con un encaje de bolillos hermoso y sorprendente), tanto que en ocasiones uno se despista y se intriga por la resolución que le dará el autor a una trama que hasta el final no cobra pleno sentido. Y es que el final es magnífico, no sólo por la resolución en si misma sino porque ilumina el resto del texto de tal modo que uno toma conciencia de lo grande que es el libro que en ese momento cierra probablemente por primera vez, ya que el trepidante ritmo de la narración hace muy difícil no leerlo del tirón.
El autor elige, brillantemente a mi modo de ver, un tiempo y un espacio alegóricos para radiografiar con instrumental de ficción pero precisión de entomólogo el alma misma de las dictaduras, de las desapariciones, de la lucha por la libertad, y lo hace no sólo a través de la trayectoria vital de los personajes, sino que refleja también, y fielmente, los mecanismos de funcionamiento de la máquina represora de los estados totalitarios, a menudo tan delirantes, mediante el Libro de Barda, el conjunto de normas que rigen las vidas de los habitantes de la Región.
Phineas, apenas un niño cuando desapareció su hermana Sora, sube a diario al tejado número 17 a vigilar la vuelta de ésta por las entradas al pueblo, y desde la altura de esta privilegiada ubicación se va tejiendo la compleja historia de su familia y de la Región con una brillantez que a menudo lleva al lector a preguntarse si está leyendo una historia sobre las dictaduras o bien otra muy diferente sobre la locura. Y es de aplaudir ese juego por momentos apasionante, porque a fin de cuentas ¿no vienen siendo la una y la otra mal que bien la misma cosa?
Andrés Barrero
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