Reseña del libro “Los crímenes de Hamlet”, de Malenka Ramos
«El lenguaje es algo vivo», nos dijo un profesor de literatura en el instituto. En aquel entonces no lo entendí. Me reí en voz alta, incluso. Ahora, pasados los años y dedicado a esto de juntar letras cuando puedo y me dejan, lo entiendo. De dentro afuera. Y creo que esta afirmación puede extrapolarse, debe extrapolarse, a las novelas. Las novelas ―al menos las buenas― tienden a no ser una mera agrupación de palabras que conforman párrafos: están vivas. Vemos que se acomodan en nuestras manos como un animal casero; comprobamos cómo maduran, cómo crecen, cómo se vuelven complejas, densas, hermosas.
Algo así es lo que sentí al adentrarme en la novela de Malenka Ramos Los crímenes de Hamlet. Comienza con la paradójica sensación de tener un neonato entre tus brazos y, al mismo tiempo, con la de camino transitado o, por seguir con la prosopopeya, de pelaje ya acariciado: el pensamiento cuasi onírico de un personaje en primera persona, en letra que simula la de un diario o carta expresando sus temores y miedos, mostrándonos una tenues pinceladas de un terror inefable que le persigue. Un recurso relativamente habitual para que el lector empatice con su sufrimiento y se sumerja de primeras en la historia. A continuación, con una prosa que titubea, de criatura tratando de hacerse al lenguaje, abusando quizá de la adjetivación precediendo al sustantivo ―demasiado lirismo para describir unos hechos luctuosos o introducir los personajes llanos y la vida de un pueblo― nos topamos con la muerte de una mujer, y el eco de otra novela me retumba, como si aullara (prosopopeya al canto de nuevo): El guardián invisible, el primer libro de la Trilogía del Baztán, de Dolores Redondo: la mujer asesinada es una joven y es una muerte relacionada con un curso de agua ocurrida en un pueblo boscoso del norte patrio; además, hay una extraña presencia acechando, un ser salido de una antigua leyenda norteña, una especie de entidad sobrenatural que vive en el bosque y que sólo aparece en contadas ocasiones (recurso este que trata de revestir la novela, una novela que intuimos de género negro, de un aura mitológica o fantástica, cosa cada vez más habitual. Mirad si no, ejemplo anterior aparte, la reciente El quebrantahuesos, de Blas Ruiz Grau). Y para más inri, se encarga de llevar el caso una inspectora. Blanco y en botella.
Pero la incipiente criatura empieza a desarrollarse, y ya no sabemos decir si se va pareciendo más a papá o a mamá, o a persona especial y progenitora gestante respectivamente, para ir acorde a estos tiempos tan procaces con el lenguaje. Aparece entonces un maníaco asesino preso desde hace años por los atroces crímenes que cometió, y dadas las semejanzas entre sus muertes pretéritas y las actuales, se le solicita ayuda por parte de la policía para resolverlos. Ya os debería ir sonando de algo. Si además os digo que el ínclito asesino, Hamlet, es un ancianito inteligente e irónico que pide, a cambio de su colaboración, mejorar sus condiciones de reclusión y al que, además, le gusta pintar… ¿hay alguien que no haya pensado en el Hannibal Lecter de Thomas Harris?
Algo que apuntar también al respecto de la detective encargada del caso, Antía Farre, es que se une al incipiente y magnífico elenco de féminas protas de novelas negras, como la Amaia Salazar de la anteriormente mencionada trilogía del Baztán, Bruna Husky de Rosa Montero, Gracia San Sebastián de Ana Lena Rivera, o la cuasi pionera, Petra Delicado de Alicia Giménez Bartlett, de la que beben todas las mujeres fuertes, decididas e independientes que se dedican a algo tan sórdido (y tan atávicamente masculino) como la investigación de crímenes. Pero a mí me ha recordado más, quizá porque la tengo más cercana en la memoria, a la Camino Vargas de Susana Martín Gijón: muestra la misma frustración ante la violencia masculina dirigida hacia las mujeres, por las dificultades que a veces supone para el desempeño de su trabajo el hecho, tan incontrovertible como ontológico, de ser mujer; se muestra decidida, fuerte, borde y áspera cuando debe serlo, pero, al mismo tiempo, sensible e intuitiva. Con sus defectos y sus virtudes, vaya, como cualquier hija de vecina.
Pero hablábamos de cosas vivas. Y la criatura que nos ocupa sigue creciendo, va adoptando su propia forma, sus parecidos, que ya no son de nadie y sí le van siendo propios. Desde el final de la primera parte, nos vamos enganchando a su devenir. Mucho. Los personajes maduran, como Ismael, el subordinado de Antía; hasta lo hace el lenguaje, y la novela va adquiriendo personalidad y credibilidad, a la par que naturalidad, cosa harto complicada dada esa amalgama antes citada de novela negra con ese toque (que aquí son dos tazas cundidas) fantástico: ese ser sobrenatural, el misterioso Cortador, al que las gentes del lugar dedicaron en tiempos una lúgubre tonadilla (“sangre por sangre. Del bosque no se sale”), junto a una cohorte de “gente de muerte”, esos cortejos fantasmales vistas en muchos lugares, épocas y latitudes y explicados a la perfección en el libro del mismo título de mi admirada Israel J. Espino, y cuya aparición siempre presagia el fallecimiento de alguien del lugar.
La clave darwiniana se acelera, la criatura madura tan rápido que se va extinguiendo, dejando entre nuestros dedos unas páginas exiguas a las que nos enganchamos reacios a dejarla marchar, capítulos cortos como respiraciones agónicas. Me desilusiona un poco descubrir que he acertado desde el principio con quién es el asesino porque siempre es quien menos lo parece, y éste me lo parecía todo el rato. Pero lo que sería un motivo de frustración en otro tipo de novela, su principal nudo argumental por cortar, aquí no es tal: hay tantos hilos y subtramas que se nos han ofrecido a lo largo de la misma, tantas experiencias vitales que hemos compartido, que esclarecerlas juntos será motivo de goce, y harán del óbito de nuestra criatura un tránsito gozoso.
En conclusión, Malenka Ramos transita por territorios conocidos, rastrillados, sí, pero lo hace con una solvencia y una capacidad de enganchar al lector digna de destacar. Y su criatura hace que, durante muchos instantes, también nos sintamos exultantemente vivos.