Los crímenes del monograma, de Sophie Hannah
Se suele calificar la obra de Agatha Christie como literatura ligera o popular -en el sentido más peyorativo del término; poco exigente intelectualmente y sólo capaz de proporcionar una satisfacción momentánea (como si eso fuera poco, por otro lado)-, y su estilo provocan aparente desdén; sin embargo, algo tendrá de especial su obra cuando es tan difícil de imitar, no digamos de superar, en cuanto a ingenio, pistas falsas, creación de suspense y redondez de la resolución final. Quien haya leído y aprecie a Christie sabe que la de Torquay sigue siendo la vara de medir en todos esos estándares y en algunos más.
Pero no es sólo la agudeza de sus puzzles criminales lo que engancha a los lectores, sino un algo más, una cualidad muy difícil de definir, que quizá podemos llamar -permítanme este atajo- duende, encanto, magia, una gravitas que sobrevolaba la narración por encima de su aparente liviandad y de sus golpes de humor. Sus novelas son algo más que meros ensamblajes -perfectos ensamblajes, eso sí; tan perfectos que funcionaban a la perfección aun cuando tuvieran agujeros o incluyeran el uso de venenos inventados por la autora, por poner un ejemplo- de historias criminales; al acabar la lectura de cualquiera de sus obras, en especial de las que descuellan sobre las demás, queda en nosotros un poso, una sensación de sabiduría aumentada, de mayor conocimiento de la naturaleza humana, a la vez que cierta sensación de catarsis, por el realismo que confiere a las pasiones y a los instintos humanos que en esas historias tan fuertemente se representan.
En efecto, en las mejores historias que nos cuenta Agatha Christie, la autora consigue que veamos el mal en acción, que la sensación de amenaza por ese mal profundamente humano se convierta en algo real y muy inquietante. Christie escribía con sabiduría acerca de los asesinos y con compasión acerca de los inocentes, por lo cual todos ellos nos parecían personas de verdad. Nos creíamos la desvalidez de la víctima tanto como la vileza del asesino, y por eso sus detectives -en especial, Hércules Poirot- eran personalidades tan marcadas y también tan queridas: ellos representaban la justicia y la nobleza que neutralizaba ese mal tan vívidamente descrito.
No es pequeño el valor que ha tenido Sophie Hannah al querer resucitar a Hércules Poirot, con el visto bueno del nieto de Christie. En efecto, el incomparable detective belga vuelve a la vida en esta historia ambientada en el Londres de 1929. Esta vez, la historia está narrada por su joven amigo Edward Catchpool, quien hace aquí el doble papel de narrador y de, digamos, aprendiz de Poirot, como en tantas novelas lo hacía el entrañable Hastings. La historia de Los crímenes del monograma tiene su atractivo: tres personas aparecen asesinadas en el elegante hotel Bloxham, y Poirot y Catchpool se ponen manos a la obra para desenmascarar al asesino, en un caso que se complicará cada vez más.
Sin duda, uno de los mayores atractivos de Los crímenes del monograma, para los seguidores de Christie, estriba en volver a ver a Poirot en acción. Y aquí debemos advertir de lo siguiente: este detective tiene el mismo aspecto que Poirot, es belga y francófono como él (aunque la autora intercala demasiadas palabras y expresiones en francés; lo hace casi en cada párrafo de diálogo de Poirot, cosa que nunca sucedía en el original; el auténtico Poirot se limitaba a un mon ami y a algún nom d’un nom d’un nom de vez en cuando, pero no recuerdo ni por asomo oírle decir non y bon en vez de no y bien, como hace aquí casi en cada caso), comparte su gusto por el orden y el método, es sagaz e inteligente… e incluso se llama igual. Pero no es él.
Sencillamente no lo es, y cualquier conocedor de Poirot se dará cuenta enseguida de la mixtificación. No es sólo que el de Sophie Hannah se maneje peor en inglés que el auténtico de Christie y necesite recurrir a su lengua materna cada dos por tres (sí, me ha molestado ese detalle, qué se le va a hacer); ni siquiera es que éste sea un pelín más maniático que aquél. Es simplemente que no son la misma persona. El Poirot auténtico era un hombre quizá pagado de sí mismo, pero nunca cargante ni desagradable con sus amigos. Jamás se dirigió a Hastings en términos reprobatorios, salvo en broma; ni tampoco le hizo sentir deliberadamente tonto, cosas todas ellas que sí hace este detective. Quizá la autora ha querido hacer una imitación tan perfecta, que se le ha ido un poco la mano. Y al fin y al cabo, son dos escritoras distintas y sus personajes son distintos; es lógico.
Tampoco la trama de Los crímenes del monograma, si bien ingeniosa, podría pasar por una de Christie, y eso a pesar de que comparte con las de aquélla la época, la ambientación, el tipo de misterio -un cozy, como se llama en inglés, o sea, el típico asesinato en un ambiente cerrado, normalmente una casa de campo o un pueblo pequeño, pero también un hotel; un desarrollo que se centra en los personajes y en las historias y secretos que ocultan, más que en los procedimientos policiales; y, muy importante, un asesino cuya presencia existe a lo largo de toda la trama y cuyo descubrimiento ha de provocar sorpresa- y varios de los trucos que a la Christie le eran más queridos y que se convirtieron en clásicos de su obra. Si acaso, podría pasar por un Christie de los últimos años, con novelas que seguían siendo agradables y adictivas pero habían perdido el brillo de las de su época dorada.
Lo cierto es que Los crímenes del monograma tiene sus méritos. No es tarea fácil copiar el estilo y las hechuras de otro escritor, y Sophie Hannah se ha quedado a medias. La novela constituye una lectura rápida e interesante; de hecho, es muy entretenida y está narrada en un tono ligero que resulta muy parecido al de Christie, lo cual la aleja del humor macabro y deprimente que suele permear muchas novelas de misterio en la actualidad y que hace que deseemos abandonarlas a medio camino sólo por esas insoportables atmósferas de velatorio que suelen contagiarnos. El narrador, Catchpool, es de hecho un personaje muy simpático, más logrado que el propio Poirot, lo cual no debe extrañarnos, puesto que es creación de esta autora y no ha sido tomado prestado de otra. Si bien se embrolla un poco hacia el final, el conjunto no deja de ser técnicamente bueno y mantiene el suspense, con varios sospechosos y motivos plausibles.
Los crímenes del monograma constituye una propuesta interesante y atractiva para cualquier aficionado al misterio, que no necesariamente, repito, a los procedimentales policiacos llenos de violencia, adicciones, detectives con trastornos de personalidad y ambientes de decadencia social y moral; de hecho, serían muy bienvenidas más novelas de este corte. Además de esto, los fans de Agatha Christie podrán recordar -si es que alguna vez lo han olvidado- a su detective más famoso: el excéntrico, querido y, sí, inimitable Hércules Poirot.