No recuerdo bien si fue en un artículo, una entrevista o una novela, pero sí que quien lo escribía era David Trueba. Eran unas líneas donde se hablaba de Rafael Azcona, de su maestría en el oficio de escribir y, más en concreto, de lo buena que era la obra de la que hablo hoy: Los europeos. Viniendo de Trueba lo mínimo que me obligó a hacer esa afirmación fue a buscar por internet la novela. Luego leí la sinopsis, un fragmento e, inevitablemente, tuve que apuntar el título en la larga lista de “comprables” que tengo en mi móvil. A los pocos días, con el fragmento que había leído todavía rondando por mi cabeza, vi, fruto de esas casualidades a las que ya creo que nunca encontraré explicación, que la editorial Pepitas de cabaza reeditaba el libro (fue publicado por primera vez a finales de los cincuenta, con recortes por culpa de la censura, y luego otra vez en 2006 por Tusquets). Ya no había vuelta atrás. No tuve otra opción que leerlo. Benditas casualidades.
Partiendo de la nula lógica que tiene para unos ojos de ahora (y supongo que de entonces) la censura, hay que decir que tiene sentido (si censuraron el Nebiros de Cirlot, qué no van a censurar) que censuraran partes de esta novela. Pongámonos en situación: nos encontramos en la España de finales de los cincuenta, se nos lleva a Madrid y se nos pone delante de la vida de Miguel Alonso, joven que vive en una habitación realquilada de un deprimente piso compartido de la capital y que se dedica a ser delineante. Cierto día recibe la llamada de su amigo Antonio, que además es el hijo de su jefe, pidiéndole que vaya a verle, a tomar algo con él y su amigo Pompeyo, el panameño; que tiene que proponerle algo a lo que no podrá negarse. Miguel va a regañadientes, ya conoce a su amigo. La oferta es irse a Ibiza a pasar el verano, lo que significa emborracharse sin fin y acostarse con el máximo de extranjeras posible. El primer inconveniente que pone Miguel es, claro, el trabajo. Antonio ya ha hablado con su padre, se pueden ir siempre que Miguel le cubra las espaldas afirmando que se van para que Antonio, con su pasión por la arquitectura por bandera, beba de las influencias y paisajes ibicencos. El segundo problema es el dinero. Antonio ya ha arreglado con su padre que este le adelantará el sueldo a Miguel para que puedan irse. El tercer problema es que no quiere. Y ahí Antonio ya no necesita a su padre. Consigo mismo, su maestría en la persuasión y el leve apoyo de un Pompeyo que ya ha pasado algún verano allí tiene suficiente.
Montados en el ferri y con mujeres, alcohol y fiesta (por ese orden) como únicas prioridades del viaje, los dos amigos empezarán a vivir desde esa misma noche esas experiencias de juventud que parecen llegar como por azar pero que en realidad son todo un entramado de acciones, pasiones y decisiones tomadas (y muy premeditadas) para convertirte en quien está dicho que debes convertirte. Está dicho pero nunca sabrás quién lo dijo.
Si ya en Madrid se intuía un poco, en Ibiza se explayará la faceta más característica de cada uno de ellos. Antonio es el juerguista por antonomasia, ese amigo que parece nunca necesitar descansar, con una energía y una verborrea imparable. No necesitará saber de idiomas en ese paraíso repleto de europeas para acercarse a cualquiera de las chicas que le interese (que son todas), solo desparpajo, cara dura y sinvergonzonería. Y de eso le sobra. Por otro lado está Miguel, que llega receloso pero que poco a poco, y con gran ayuda de vino, ginebra y absenta, se irá soltando hasta parecer un siamés enérgico de Antonio. Se van sucediendo las noches, las fiestas y las mujeres. (Imaginaos aquí la cara del censor). Pero llega Odette. Odette será la verdadera isla de Miguel. Si en todo momento parece desencajado en una historia que tiene toda la pinta de estar hecha para Antonio, el encontrarse con Odette será el anclaje de Miguel, la confirmación de que aquel era un viaje obligado, su camino de maduración. Y a partir de ese primer encuentro, lo de siempre: la dificultad de acercarte a la chica que de verdad te gusta, el rechazo por parte de ella, las caídas y posteriores levantamientos, el primer acercamiento, los paseos nocturnos, el beso, el amor. Todo envuelto por esa sonrisa sangrante que es ese humor que pone sobre la mesa todo lo malo de nosotros. Esto es Azcona.
Un verano, dos jóvenes y un amor. Ya sabemos cómo acaban estas cosas, ¿no? Pues no, aquí será peor. Sabedores de que todo termina cuando el viaje acabe, los amantes forzarán para que esto no suceda, y ese forzar lo escrito les acabará golpeando. Muy fuerte. Tendrán que unir fuerzas, viajar juntos, hacer cosas que si todavía hoy están mal vistas, en aquella época ya nos podemos imaginar; luchar contra lo establecido, contra el querer y el deber, contra la responsabilidad a una edad en la que solo se pide y se quiere y se debe ser irresponsable.
Los europeos es un verano hecho de papel. Es la escapada que quizá no podrás hacer este agosto (y ninguno), o la complementaria a la que hagas. Es la lectura, o relectura, perfecta de estas vacaciones. Qué fácil es viajar dos veces (¡y más!) con un libro. Y qué lugar tan bonito y tan útil (que se enteren los censores) es este.
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