Los hermanos Karamázov, de Fiodor Dostoievski
Fiodor Dostoievski es ese escritor que nos demuestra que se puede ser extraordinariamente compasivo y, a la vez, extremadamente inmisericorde con los propios personajes, incluso en las formas. Nuestro admirable autor gasta un lenguaje apasionado que roza lo brutal, en ocasiones. No tiene el menor reparo en desnudar a sus personajes a tirones, dejándolos absolutamente expuestos a la mirada del lector, que tiende a ser aún menos piadosa que la del autor, conque ya ven ustedes qué panorama.
Y, sin embargo, se agradece esa falta de contemplaciones, porque sólo así resplandece la verdad de lo que Dostoievski quiso decir, o de lo que intuimos que quiso decir con su obra.
Digo intuimos, porque el ruso tenía mucho que decir y no siempre semejante miríada de ideas se puede transmitir de forma cabal, ni siquiera aunque el monto de páginas de sólo esta novela ascienda a entre 650 y 1.000 y pico (dependiendo de la edición). En ese sentido, quien quiera material sobre el que pensar va excelentemente servido con Los hermanos Karamázov, pues en esta novela sobre una tremenda familia rusa hay de todo: desde bajos instintos -que son comunes en historias pequeñas así como en aquéllas que son más-grandes-que-la-vida, etc.- hasta altos ideales, desde lascivia y codicia hasta misticismo y ansias de perfección moral. ¿Podemos hablar de función catártica? Pues también, porque a través de la lectura de Los hermanos Karamázov es igualmente posible mirar al proverbial abismo… y acto seguido ponerse en pie y alzar la mirada hacia las estrellas y sentir el arrobamiento de un instante de dicha, la dicha existencial, la de estar vivo, tal y como se describe en uno de los pasajes a mi juicio más logrados -aunque breves- del libro.
Los hermanos Karamázov es una novela donde no sólo los contenidos abstractos y universales son una de las claves de la lectura, sino, en un modo más concreto, es novela donde la Rusia decimonónica queda retratada de la misma inmisericorde manera y, sobre todo, desde una óptica que, a pesar de esa crudeza, o quizás a la par que se hace gala de esa crudeza, favorece y da preferencia a las clases bajas, al pueblo, a los mujiks, a los funcionarios y comerciantes, a las familias venidas a menos, a las mujeres del partido; yendo un paso más allá, a los enfermos, a los caídos en desgracia y, muy especialmente, a los niños, los únicos de todos con los que Dostoievski es dulce y comedido. Algunas de las imágenes más impactantes del libro -difíciles de digerir y de olvidar- tienen como protagonistas precisamente a niños. Dostoievski clama por ellos, y una de las historias más potentes de esta novela se refiere al pequeño Ilyusha y su amor y devoción por su padre. Ahí es donde Dostoievski, el hombre, más que el escritor, muestra verdaderamente su corazón y engancha irremediablemente el nuestro. No digo más; léase, aunque sólo sea esa parte del libro, desde la primera aparición de la familia Snegiryov hasta el libro dedicado a Ilyusha.
Como decíamos, un libro que es un libro de libros, donde se habla de lo divino y de lo humano, y nunca mejor dicho, porque es literalmente tal cual: lo divino -representado por el inolvidable Aliosha Karamázov, tres eran tres los hermanos, y uno, el único (a juicio de quien esto escribe) bueno; y por el starets o monje mentor Zósima, con apartado exclusivamente dedicado a él- y lo humano, lo más descarnadamente humano, lo más comprensiblemente humano, también; para esta parte tenemos a casi todos los demás personajes, empezando por los otros dos hermanos Karamázov, Dmitrii e Iván; bueno, tres, si contamos a Smerdiákov, hijo natural del otro gran personaje, el del padre Karamázov, Fiodor Pávlovich.
Un lío de personajes, ya sé (y esperen a empezar a leer el libro). Pero baste saber que el cuerpo central del libro gira alrededor de estos tres hermanos y su padre, una verdadera pieza. No lo sentimos mucho cuando desaparece de escena; aunque, ¡ay!, ha sido asesinado. Uno de los hermanos carga con la culpa, pero ¿es él el culpable? A Dostoievski no le interesa tanto la cuestión de la autoría material del asesinato como de las múltiples, casi incontables implicaciones morales que se siguen de él, a saber -y sin ánimo de exhaustividad-: ¿quién se siente culpable? ¿Por qué es culpable? ¿Es más culpable quien comete un crimen o quien lo instiga? Y no sólo le importa debatir sobre el asesinato, sino también sobre otro tipo de delitos, por ejemplo el robo. Y llama la atención el código moral que impera en más de un personaje; llama la atención, al menos, desde la mirada de un lector del siglo XXI. A saber: se nos postula que no importa ser vil mientras no se sea ladrón; uno puede ser un traidor, un arrastrado… pero ladrón, ¡no!
Sobrevuela toda la historia el tema del perdón. Y aquí ya nos metemos en aguas muy, muy profundas. El perdón como atributo humano pero, sobre todo, divino. Y es que Dios está muy presente en toda la novela. También el conflicto con Dios, sobre todo si apuntamos el hecho de que uno de los hermanos resulta ser ateo. A propósito; sepan que, pese a que comúnmente se aplaude como supremo el capítulo titulado “El gran inquisidor”, en realidad es el de la entrevista del hermano ateo con el diablo el que se lleva la palma.
Los hermanos Karamázov es una novela que en realidad es muchas. También es ensayo, es autobiografía, es a ratos poesía. Es indagación en muchas cuestiones universales, presididas por la búsqueda de Dios o la directa confrontación con Él, llegando hasta el reniego, pero sin dejar de buscarlo y de tener fe.
Por cierto: este comentario se refiere a la traducción de Laín Entralgo. Hay quien dirá que tiene un regusto algo antiguo para el lector y el lenguaje de hoy. Otros dirán, diremos, que nada más apropiado para leer a uno de los grandes del siglo XIX que una escritura elaborada, cuidada, que requiera una mente alerta y dispuesta a disfrutar del sabor de la escritura de otra época. Para escritura fácil ya tenemos muchos más libros, casi diremos que demasiados. Sea la que sea la traducción elegida, inolvidable es el protagonista Alioscha y la conmovedora ternura del autor hacia los niños; si alguna cualidad se puede subrayar de las muchas que tiene esta obra, es, a mi juicio, precisamente aquélla que nos hace ahondar en nuestra capacidad de empatizar con los más necesitados y con los inocentes e indefensos, aquélla que incluso puede hacernos derramar lágrimas por ellos.