Los hijos de Nobodaddy, de Arno Schmidt
Los hijos de Nobodaddy reúne tres novelas de Arno Schmidt que podrían ser los tres actos de una misma obra: una mordaz sátira sobre la estupidez desde la infamia del nazismo hasta el apocalipsis de una hipotética Tercera Guerra Mundial.
Debería tomar notas, pero entonces, como suelo aprovechar cualquier momento y lugar para leer, además de con los libros tendría que cargar con cuaderno y lápices. En lugar de eso, he cogido la costumbre de ir marcando las páginas que contienen los fragmentos que quiero recordar más adelante, cuando me ponga a escribir el correspondiente comentario. No es una solución muy elegante, pero es práctica.
El caso es que cuando terminé del leer Los hijos de Nobodaddy, no exagero mucho si digo que tenía más páginas marcadas que sin marcar. Y no debería extrañarme; el libro me sorprendió y me enganchó, en él abundan los párrafos memorables y las reflexiones lúcidas y la forma de escribir de Arno Schmidt hace que cada fragmento sea una pequeña obra literaria con entidad narrativa propia.
Sin embargo, a la hora de escribir esta recomendación, me he quedado bloqueado. Llevo semanas dándole vueltas, escribiendo, borrando y volviendo a escribir, y no avanzo. Desde luego, no ha sido por falta de material —en todo caso sería por exceso—, pero ahora veo cuál fue el error: desde el principio quise tomar el camino fácil e intentar reducir Los hijos de Nobodaddy a un par de conceptos, a una idea central. Y ese camino no lleva a ninguna parte.
Para comenzar, Los hijos de Nobodaddy no es una novela, sino que está formado por tres relatos escritos entre 1951 y 1953, ordenados según la cronología de la acción, que desarrollan una misma línea narrativa aunque sean independientes. La primera, Momentos en la vida de un fauno, comienza en febrero de 1939 y termina en septiembre del 44. Narra la historia de Heinrich Düring, un modesto funcionario de la administración local de Baja Sajonia. Düring desprecia a los nazis y su retórica vacía e idiotizante, pero está demasiado ocupado estudiando los clásicos olvidados del siglo XVIII alemán (y espiando a su joven vecina) para hacer nada al respecto.
“«¡Vaya, ya tenemos aquí a Runge!» (dije falsamente regocijado): «¿Y cómo le fue? » (Peters, Schönert, la Kramër, todos lo rodeaban). Y él empezó su cuento, orgulloso y lacónico.
Llegaba de Bergen-Belsen: (¡El muy canalla había estado prestando servicios con el personal del campamento SS!). «Oh, allí trabajan de lo lindo todos… ―sonrisa forzada y dominante y señorial― los judíos». Pausa. El hombre acercó sus grandes ojos azules una ficha como para ponerse a trabajar, pero no pudo contenerse y soltó: «Y si se niegan a trabajar… se los cuelga» ―¿¡¡!!?― «En un calabozo especial».
«¡Nada! ¡No sé nada! ¡No quiero saber nada!» (Pero sin embargo hay algo que sé muy bien: todos los políticastros, todos los generales, todos los que dirigen algo o mandan sobre algo son unos granujas. ¡Sin excepción! ¡Todos!)”
La segunda, El brezal de Brand, cubre los primeros años de la posguerra, desde 1945 a 1946. El protagonista es un joven escritor que tras combatir en el frente escandinavo y caer prisionero de los Aliados, no puede regresar a su hogar, que ha quedado en la zona rusa. Convertido en un exiliado dentro de su propio país, ha sido reubicado por las autoridades en un pueblecito de la Baja Sajonia. Su biografía es tan parecida a la de Schmidt que incluso también ha escrito un libro titulado Leviatán. Comparte un ruinoso edificio con dos chicas, con las que sobrelleva todo tipo de miserias, pero al menos ahora son libres. ¿Son realmente libres en un país arruinado y sometido? La humillación de Alemania, ocupada por soldados extranjeros, unida al hambre y las privaciones, no ayuda demasiado a pasar página.
“Políticamente: aporreábamos nuestros pechos: pumba, pumba, y nos despojamos de un ideal tras otro. «¡Todos se fueron arrastrando hacia las esvásticas!» ― «¡Porque no tenían otro remedio!» afirmó él. «De eso, nada» declaré entonces displicente: «se sentían la mar de héroes con la Badenweiler o la de los Egerlandeses: ¡el 95 por ciento de los alemanes ―hoy en día aún-son auténticos nazis!» Cerré los ojos; vi ―Callot. Les misères et les malheurs de la guerre― los árboles cuajados de generales: allá colgaban junto con nuestros políticos invertebrados al completo, Franz al lado de Hjalmar; y silbé una mezcla penetrante de Pueblo escucha las señales y allons enfants (¡pero más de allons!)”
La última novela, Espejos negros, escrita durante la guerra de Corea en plena escalada de la Guerra Fría, sitúa la acción entre 1960 y 1962, unos años después de que una hipotética Tercera Guerra Mundial haya arrasado el mundo. Un único superviviente campa a sus anchas por las tierras de la Baja Sajonia, felicitándose a cada momento del bien merecido fin de la humanidad.
“¡Me alegro de que hayan puesto orden a todo eso! (Y cuando yo también haya desaparecido, se habrá desvanecido conmigo el último estigma: ¡el experimento “hombre”, el maloliente, habrá terminado!)”
Tres novelas independientes que desarrollan tres actos de una única historia, con un mismo escenario y tres protagonistas distintos que son, en realidad, el propio autor. Y que tienen más cosas en común: la gran originalidad de la prosa de Schmidt y su atrevido desafío a los límites formales de la escritura, por ejemplo. Superada la sorpresa inicial que produce el inhabitual uso del párrafo francés, el lector pronto descubre que leyendo a Schmidt uno debe estar preparado para cualquier cosa desde la aparición del propio autor en las páginas hasta una falsa —aunque convincente— resolución del último teorema de Fermat (cuarenta años antes de que Wiles lo resolviera realmente), desde la transcripción de una leyenda germánica a una despiadada crítica artística de la pintura contemporánea, todo ello combinado con los pensamientos más prosaicos y cotidianos.
Schmidt, incapaz de concebir la vida como un algo continuo, como “una majestuosa cinta que se desenrolla suavemente“, desarrolló un estilo fragmentario, en el que cada párrafo debía ser “un todo válido por sí mismo“. Con esta sucesión de imágenes rápidas, de fogonazos independientes aunque relacionados, trató de plasmar cuanto de coloquial tiene el pensamiento —no de un modo costumbrista o documental, sino como una aproximación psicológica—, retorciendo el lenguaje escrito hasta que transmitiera las mismas sensaciones de inmediatez que el hablado o el pensado, en un empeño que le emparentó con Joyce.
Renovó la narrativa alemana con osados experimentos casi intraducibles, sin embargo, este “cantero de la palabra y arquitecto de la prosa“, como se definió a sí mismo, fue en el fondo un gran humorista; pesimista y desengañado con el género humano, su humor sólo podía ser una sátira salvaje y mordaz —de la que no se libra él mismo—, en la estela de Sterne y Swift.
“(Una vuelta de tuerca). Luna: una silenciosa giba de piedra inmersa en el crudo pantano de las nubes. Numerosos espejos negros yacían alrededor; ramas pinchaban mi rostro y goteaban apresuradas. (En lenguaje elemental se diría «Llovió mucho»). Sueño pesado.”
Se puede considerar que Los hijos de Nobodaddy, al menos en los dos primeros relatos, es una afilada crítica al nazismo y a la sociedad alemana de la época; el III Reich visto no por una víctima, sino por un ciudadano alemán que lo vivió en primera persona (lo que en cierto modo también le convierte en una víctima). Pero la verdad es que aunque Schmidt echa pestes de los nazis y de sus simpatizantes, su crítica no es menos feroz que la que formula sobre cualquier otro régimen político o forma de organización humana, o sobre la raza humana en su totalidad. A fin de cuentas “los gobiernos no son nunca mucho mejores ni peores que el pueblo que los obedece”. Schmidt tenía un concepto bastante pobre de la humanidad y más en concreto del pueblo alemán, pero por mucho que denueste al régimen nazi (y lo hace más por su absurda retórica y por su enaltecimiento de la estupidez que por sus crímenes) estaba mucho más volcado en sus propias obsesiones y traumas que en lo que pudiera hacer una sociedad que, para él, era completamente prescindible.
Schmidt era un convencido malthusiano, anticristiano, solipsista… y un auténtico gruñón. Los protagonistas de sus novelas se hacen eco de las convicciones del autor y las proclaman en cuanto tienen oportunidad. Son lúcidos y critican las injusticias y la irracionalidad que les rodean, se asquean y despotrican de la actitud de los políticos y de sus conciudadanos, pero, a fin de cuentas ¿qué hacen? No hacen nada. Son unos antihéroes que ocultan su debilidad tras una actitud cínica y racionalista.
Ni siquiera el último superviviente de la apocalíptica Espejos negros tiene madera de héroe; no se enfrenta a grandes peligros como en La carretera ni trata de reconstruir la civilización perdida. Por el contrario, no puede ser más feliz con la merecida destrucción de la humanidad ni estar más satisfecho con su soledad.
Schmidt no se conforma con estar presente en sus novelas a través de sus alter ego; Düring, protagonista de Momentos en la vida de un fauno, cita a Arno Schmitd como uno de los pocos autores alemanes actuales que merece la pena. También el protagonista de Espejos negros, registrando unas viviendas abandonadas, encuentra el cuarto de un escritorzuelo, un poeta muerto de hambre llamado… ¿lo adivinan? Exacto: Schmidt. Esta es la clase sentido del humor, negro e irónico, con la que el autor repasa su biografía.
En realidad Los hijos de Nobodaddy cuenta una historia muy sencilla pero que, sin embargo, desde la primera página se expande en todas las direcciones posibles, pasando de la política al arte, de la crítica al humor, de lo cotidiano a lo extraordinario sin previo aviso. Como les dije, con una novela así no sirve de nada tomar el camino fácil. No basta con tomar notas pensando que se puede encasillar una obra literaria y reducirla a un conjunto de párrafos brillantes. No, esto no sirve porque si hay algo que el autor evitó durante toda su vida fueron los caminos fáciles.
Del mismo modo en que no se conformó con escribir de un modo convencional, Schmidt rechazó las mentiras que todos aceptamos para vivir cómodamente; su compromiso era con él mismo. El resultado es un libro desconcertante; sientes que estás de acuerdo con todo lo que dice su autor —¿cómo puede la gente ser tan estúpida?— cuando de repente te das cuenta de que está hablando de ti. Pero así son las cosas: escuchar a alguien inteligente y sin pelos en la lengua puede ser fascinante e incómodo a la vez.
Creo que siempre te digo lo mismo… Que haces unas reseñas tan buenas que es imposible dejar pasar el libro. Y esta vez no va a ser distinta. No he leído nada de este autor, pero me suena haber visto libros suyos en la biblioteca. Lo que no sé si está éste exactamente, pero tendré que ir a buscar. Y con una reseña así me apetece leer este libro o cualquier otro que encuentre del autor.
Besotes!!!
Muchas gracias, Margarita, por tus palabras, siempre tan amables. Merece la pena darle una oportunidad a este autor: es una lectura muy original y distinta de otras. Espero que te guste si lo encuentras.
Un abrazo.