A veces el márquetin funciona conmigo.
«Una historia extraordinaria de amor, imaginación y amistad para fans de Roald Dahl y Neil Gaiman».
«He tenido la suerte de descubrir de adulto el libro que me habría encantado leer de niño».
¿Qué queréis? Han dado en mi punto débil: Dahl y Gaiman son, en mi opinión, sinónimos de literatura infantil de calidad, y un libro que me hubiera cautivado de niña también me cautiva ahora. Lo sé, porque en el fondo no soy muy distinta y porque sigo buscando las emociones que los primeros cuentos que leí suscitaron en mí.
Pese a que su atractiva portada y las ilustraciones de su interior, obra de Emily Gravett, llamaron mi atención, no me hubiera interesado por Los imaginarios, de A. F. Harrold, por culpa de su sinopsis. Aunque yo siempre haya tenido mucha imaginación y aun hoy no me cueste fantasear con otros mundos al jugar con mis sobrinos, nunca tuve un amigo imaginario y, la verdad, me cuesta entender que eso pase. Sin embargo, gracias a las frases de promoción me lancé a leerlo. Y, afortunadamente, desde la primera página me conquistó la manera de enfocar el tema: no solo es Amanda la que nos habla de su amigo imaginario, Rudger, sino Rudger quien nos habla de su amiga real, Amanda. Y es que, como ellos nos demuestran, la amistad es siempre cosa de dos, hasta cuando uno de esos dos no existe.
Los imaginarios tiene un inicio demoledor. Recordemos que estamos hablando de un libro infantil, especialmente recomendado para niños entre 7 y 11 años, pero A. F. Harrold no trata a sus pequeños lectores con condescendencia, igual que no lo haría ni Gaiman ni Dahl. Ha creado una historia en la que la imaginación de una niña hace que todo sea posible, pero no se ha cortado en incluir algunas escenas (acompañadas de sus respectivas ilustraciones) que pueden causar algún escalofrío hasta en el lector adulto. Todo gracias a una inquietante pareja de villanos que pondrá en riesgo la conmovedora amistad entre Rudger y Amanda.
Siempre digo que un buen libro no entiende de edades y Los imaginarios es ejemplo de ello. Su historia gustará a los niños, seguro, pero también estoy convencida de que hará pensar a los adultos que se animen a leerlo. Porque, en definitiva, esta historia habla de aquello que olvidamos al hacernos adultos, de esa desconexión con nuestra verdadera esencia: lo que sentíamos y deseábamos cuando todavía las imposiciones sociales no habían trastocado nuestra forma de ver la vida. No hay nada más triste que un niño sin imaginación, ni nada peor que un adulto que reniega del niño que fue, y ese es el mensaje que nos deja A. F. Harrold en Los imaginarios.
Quizá olvidar sea el coste que muchos pagan por crecer, pero al menos yo no pienso resignarme a dar por perdido todo aquello que me hizo feliz entonces. Para revivir la niña que fui, participaré de las fantasías de mis sobrinos mientras les duren y seguiré leyendo libros infantiles por muchos años que cumpla. Porque la lectura y la imaginación son las armas que tenemos para no conformarnos solo con la vida, y yo nunca renunciaré a ellas.