Cuando yo tenía unos trece años, oí como un compañero de clase le contaba a otro que en la noche de san Juan del año anterior había hecho un rito para saber cuándo iba a morir. Según explicó, justo a la hora de las brujas, dijo las palabras mágicas delante de un espejo y… voilà!, se vio en el día de su muerte. Afortunadamente para él, contempló su rostro lleno de arrugas, por lo que le esperaba una larga vida por delante. El amigo que escuchaba su historia quedó tan impresionado que le aseguró que él también haría el rito en la próxima noche de san Juan. En cambio, yo, que no me había perdido ni una palabra, me juré a mí misma que nunca haría semejante jueguecito, por si acaso. Porque si descubría que moriría demasiado joven, ¿cómo iba a vivir con eso? Prefería vivir con la incertidumbre, pero intentando que lo que viviera mereciera la pena. Y hoy en día sigo pensando lo mismo, sobre todo después de haber leído Los inmortales, de Chloe Benjamin.
La historia de Los inmortales se inicia en 1969, cuando los hermanos Gold —Varya, de catorce años; Daniel, de once; Klara, de nueve y Simon, de siete— visitan a una bruja que, según la gente, adivina el día exacto en el que una persona va a morir. Cada hermano recibe una fecha; unos se la creen y otros, no; pero, de distintas maneras, la profecía de la bruja marcará el porvenir de todos y el devenir de sus vínculos familiares.
Para ahondar en cómo afecta ese evento a cada uno de los hermanos Gold y en las múltiples cuestiones psicológicas y filosóficas que derivan de saber la respuesta a la gran pregunta que el ser humano se ha hecho desde el principio de los tiempos, Chloe Benjamin divide la novela en cuatro partes. Cuatro partes que son, a su vez, un retrato vívido de las últimas décadas de la historia de Estados Unidos, que abarcan periodos como la aparición del SIDA en los años ochenta o la invasión de Irak de los años dos mil.
Las decisiones de los protagonistas nos hacen preguntarnos en todo momento si la bruja tenía razón o son ellos los que se abocan a cumplir el destino marcado. Y esa incertidumbre es la que nos hace pasar las páginas, en busca de respuestas. Sin embargo, el mayor acierto de Chloe Benjamin en esta novela es que no nos las da, sino que nos suscita nuevas dudas.
Por mi parte, lo único que he sacado en claro de Los inmortales es que ni siquiera una fecha exacta libra al ser humano de su mayor miedo y que no por vivir más años se tiene una vida mejor. Así que me reafirmo en que no me pondría delante del espejo en la noche de san Juan ni se me ocurriría visitar a la bruja. Pero quizá vosotros, cuando leáis esta magnífica novela de Chloe Benjamin, lleguéis a una determinación distinta, si es que llegáis a alguna. Porque leer Los inmortales es adentrarse en una reflexión que no hace sino comenzar cuando llegamos a la última página.
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