Los libros repentinos, de Pablo Gutiérrez
Los libros repentinos es una carta de amor -un poco triste, muy sórdida a menudo, pero muy bellamente escrita; porque, como decía Unamuno (¿o era Baroja?), hay paisajes (o amores) tristes, pero feos, no. Y en este caso, estamos ante una carta de amor a los libros, a la literatura, que siempre nos da algo, aunque creamos no estar entendiendo lo que estamos leyendo o aunque en un primer momento no nos llene o no nos esté entreteniendo.
La protagonista es una señora mayor llamada Reme que, tras enviudar y por accidente, recibe una caja llena de libros (los dos hechos no guardan relación entre sí). Se trata de libros de los autores más representativos de la literatura española contemporánea y de los siglos XX y XIX: Baroja, Azorín, Unamuno, Ortega y Gasset, Pérez Galdós, Clarín… Ella los lee todos y pasa de ser una señora de barrio proletario más a ser toda una agitadora social, una rebelde sin causa -puede ser cualquiera, eso no es lo importante- pero con motivo, y ese motivo son sus lecturas.
Por tanto, se puede decir que Los libros repentinos es un libro sobre la lectura, y sobre lo que leer nos hace a los lectores; según la teoría, cuando leemos -lo mismo que cuando escuchamos una historia de ficción-, cambiamos; no somos la misma persona antes de leer un libro que una vez leído, y precisamente Los libros repentinos nos da cuenta del cambio que se opera en la señora Reme.
En el fondo, se trata de un cambio humilde, pues la historia de Reme no es una historia grande, no hay en ella nada que no suceda en varios millones de vidas anónimas -y lectoras- más, pero es una transformación que, para quien la sufre, es esencial, es vital, pues cambia su forma de ver la misma realidad. De este modo, el barrio adonde Reme fue a parar sigue siendo el mismo arrabal sin esperanzas donde el que entra no sale, o sale para ir a un sitio aún peor, pero la mirada de la Reme lectora lo dignifica, lo pinta con brochazos de épica, con alma justiciera y con espíritu rebelde. Y, lo más importante de todo: Reme se transforma, recupera los años malvividos, desperdiciados; los inviste de nuevo sentido, en retrospectiva, de una forma que sólo es posible gracias a quien se es después de haber leído. Doña Reme, sin haber salido de su barrio, sin haber visto el mar, sin poder creerse que un coche concreto puede costar más del doble de lo que su marido ganó en treinta años de trabajo, es capaz de vivir de una manera impensable para muchos de los que se pueden comprar ese coche por la patilla.
La vida del barrio y la de Reme antes y durante su creación y expansión se nos cuenta también, y al hacerlo, Pablo Gutiérrez recuenta una parte importante de la historia reciente de España, la de la posguerra, el franquismo, los movimientos obreros, el urbanismo, la creación de grandes barriadas para las familias humildes; más tarde, la propagación de la heroína y cómo arrasó con barrios y generaciones enteros; la historia de toda una clase social, con sus particularidades geográficas y nacionales pero sin que éstas lleguen a ser tan diferenciadoras con respecto a la misma clase social en otra época o en otro país cualesquiera, porque todos los pobres se parecen mucho entre sí; y también la historia de muchos seres que ya empiezan la carrera con desventaja y que no tienen muchas posibilidades de éxito en cualquier cosa que emprendan: el yo y sus circunstancias. Y, por fin, la historia de las varias represiones que puede uno sufrir e imponerse a sí mismo; en el caso de Reme, represiones que empiezan por lo sexual y continúan por otros muchos derroteros. En ese ajuste de cuentas, llama especialmente la atención el retrato-parodia (aunque en tono muy serio, como las mejores parodias) de cierto tipo de activista, de ciertos movimientos o movimientillos sociales, de cierta forma de indignación o de la forma de expresar esa indignación. También ese activismo puede y suele comenzar mediante la lectura, como es el caso del personaje que lo representa en la novela; y es que todo depende de qué y de cuánto se lea. Gutiérrez hace otro tanto con cierto tipo de político arribista, burgués de clase media-alta por nacimiento y por elección, pero dispuesto a disfrazarse y pasear por “el lado salvaje” creyéndose un héroe.
Los libros repentinos es, sobre todo, una forma de contar las cosas, una forma de escribir, de jugar y de deslumbrar con el lenguaje. A pesar de que tiene demasiado sexo y los fluidos íntimos de los personajes (literalmente) encharcan y enturbian la escritura, este libro se puede leer como un libro de prosa poética, sin concesiones para con el lector pero tratando siempre de enamorarlo y de mostrar lo triste -de una ciudad, de una clase social, de la pura condición humana- sin maquillarlo, pero buscando la belleza (fluidos sexuales al margen) que también encierra esa tristeza. Como cuento contemporáneo, es de un acierto irregular; el mensaje moral y el acicate a la reflexión quedan moderadamente ahogados por su naturaleza hipersexual que roza lo pornográfico; acaso, signo de los tiempos. Puede ser. Tampoco acaba de conjugarse bien un desenlace que tiene mucho de sorpresa gratuita que no se explica en unos personajes que se nos han dado a conocer tan bien.
Los libros repentinos es también una forma diferente de leer los clásicos modernos de la literatura española, de ver en ellos mensajes que son perfectamente válidos para las gentes y los sucesos de rabiosa actualidad. No es tanto el tiempo lo que nos separa de los clásicos, sino nuestros propios prejuicios. Y cualquier novela que nos anime a acercarnos a la buena literatura es también buena (a pesar de sus episodios soft porn). A mí, por lo menos, me han entrado unas ganas horribles de releerme El árbol de la ciencia.