Premio National Book en 2007 por Árbol de humo, novelas como Hijo de Jesús, especialmente, o El nombre del mundo han consagrado a Denis Johnson como un autor de culto dentro del panorama literario actual. No es de extrañar. El escritor, que apenas concede entrevistas y vive apartado con su familia en Idaho, tiene un lenguaje propio, poético y figurado, fácilmente reconocible. Sus textos están plagados de personajes descarriados y confusos que viven en una especie de nebulosa, de equilibrios imposibles entre el caos y la decadencia, en ese lugar del subsuelo donde resulta igual de sencillo llegar a la esencia absoluta de las cosas que perderse definitivamente en ella.
En su última novela, Los monstruos que ríen, Johnson –que vivió durante un mes en Uganda para encontrar el tono adecuado de su relato– abandona no obstante su particular estilo, despliega una prosa menos lírica, algo más narrativa pero casi igual de hipnótica, y construye una historia de espías, contrabandistas y traiciones, ambientada en el continente africano y protagonizada por Roland Nair, un agente secreto en una misión encubierta, cuyo amigo, Michael Adriko, un mercenario africano, huérfano de la guerra, pronto contraerá matrimonio con una joven estadounidense.
Escrito con esa voz narrativa en primera persona que tan bien se le da a Denis Johnson, a ratos rota y oscura, intencionadamente ambigua, dramática y no exenta de humor, la novela encuentra en África, donde nunca nada es lo que parece, a su cómplice ideal. Cualquier cosa es posible en medio del universo caótico, asfixiante, violento y corrupto que se respira entre sus páginas a través de los paisajes de Uganda, Sierra Leona y el Congo. Un nido de mentiras, sangre y dinero no tan fácil donde el mundo libra a diario sus batallas sin importar las consecuencias y donde, no por casualidad, dos de sus montes, bautizados por el misionero James Hannington, dan título a esta novela.
De “los monstruos que ríen” a las Montañas Felices, tal y como las conocen allí los autóctonos, hay un amplio trecho. El mismo que separa al observado del observador. Y eso a pesar de que la línea se vuelve cada vez más difusa a medida que avanza la trama de sus protagonistas. Ellos, tanto Nair como Adriko, son la verdadera esencia de este thriller, con más acción que suspense, que, si bien no llega al nivel de calidad de sus anteriores obras ni a toda su trascendencia, se reserva algunos momentos de innegable factura.
Allí, como reconoce Roland Nair en algún instante de la novela, uno tiene la sensación de que pasar, en el sentido de pasar, no pasa nada. Y, sin embargo, la acción es continua. También las imágenes. Porque de algún modo esto se trata de observar. Entre medias, entre los recovecos de la historia, está todo ese caos y ese desorden que el agente secreto, como un yonqui de la adrenalina, echa en falta en su vida diaria, mientras alrededor todo sucede como si lo hiciera bajo los efectos, en cierto modo sedantes, de una película.
Ocurre casi fuera de Los monstruos que ríen pero sucede. Quizás porque Denis Johnson un poco como Michael no hace planes, solo “urde historias”. Y es precisamente en esos instantes cuando se dan algunas de las secuencias más impactantes de esta novela que justifican por sí solas toda su existencia. Lo demás es una lectura apacible, capaz de provocarte diferentes sensaciones que terminan justo en el instante en que la última página toca a su fin, algo poco común en este autor, que acostumbra a meterse en tu cabeza.