Reseña del libro “Los Ojos Bizcos del Sol”, de Emilio Bueso
“Los caracoles del jardín dieron la voz de alerta. Elevaron las rádulas hacia las estrellas y bramaron al unísono.” Así empieza el viaje del héroe en Los Ojos Bizcos del Sol. Los primeros pasos siempre se dan con inquietud y cierto titubeo. Un misterio por descifrar, personalidades a las que adaptarse y un mundo que explorar. De los tres asuntos hay la cantidad conveniente para crear adicción, así como una mezcla única de géneros y rarezas. Luego es cuestión de deambular por ese mundo buscando las dosis que Emilio Bueso va dejando capítulo tras capítulo, libro tras libro, pues en el integral publicado por Gigamesh se reúne de una tacada toda la trilogía: Transcrepuscular, Antisolar y Subsolar.
A Emilio Bueso, ingeniero y profesor de Sistemas Operativos en su vida muggle, y escritor de ciencia ficción en su vida como mago de las letras, un servidor solo lo conocía por una entrevista ¡Pero vaya entrevista! Empezábamos el confinamiento por el puto coronavirus y ahí estaba él anunciando que esto iba para largo. Será cenizo, pensé. Qué abatimiento. Como si fuera el digno poseedor de una bola de cristal mágica, de la capacidad de leer los posos del café o de simplemente ver más allá del papel higiénico que nos daba por acumular porque el mundo se iba por el retrete, él daba una lección visionaria del porvenir, sin cortapisas, hablando de la brutal realidad que nos esperaba, aunque siempre con un deje de esperanza. Algo a lo que agarrarse. Y ahí empezó mi relación de amor-odio por este escritor. Así que a pesar de que practico el noble arte del tsundoku, en cuanto se publicó el integral de Los Ojos Bizcos del Sol (con esa maravillosa, inquietante e hipnótica portada de Tomás Hijo) tuve la certeza de que lo que allí me contaría se haría con una honestidad brutal, sin maquillajes ni eufemismo ni pollas en vinagre.
El viaje del héroe he dicho antes, aunque más justo sería hablar del viaje de los antihéroes, de los marginados, de los repudiados o incluso de los apestados si nos ponemos en modo peyorativo. Que sí, que al Alguacil, al protagonista del asunto, le va la nobleza, la rectitud de palo de escoba por aquello de seguir los preceptos del bushido de El arte de la guerra y de otras disciplinas de reflexión y de estoicismo que se practicaba en ciertos países asiáticos. Pero no hay nada como viajar, salir de la zona de confort, y ver que el mundo es como un haz de luz cruzando un prisma. El peregrinaje, que empieza con la búsqueda de un objeto, muta para convertirse en una cruzada con guerra santa incluida. Es lo que tiene ampliar horizontes, descubrir las múltiples idiosincrasias, las religiones que pueblan el mundo, que puedes acabar descubriendo la verdad que se ocultaba tras el telón o congeniar con el más cabronazo en vez de con el dechado de virtudes. Sí, hablo del Trapo. “El Trapo sabe”. El Trapo es ese ser zafio y depravado, con una personalidad repleta de aristas, ese simbionte que se acopla como un guante a su anfitrión hasta dejarlo seco, y que, contra todo pronóstico, al final coges cariño, mucho cariño. Tal vez sea porque es el puto amo o quizá sea su forma coloquial de hablar que embelesa a los que somos de barrio. La jerga barriobajera se encuentra con la elocuencia a lo largo de toda la aventura. La crónica de aventuras clásicas se combina con una narración más profunda, filosófica, en ocasiones altamente raruna que nos habla de la colonización, de la evolución y de la guerra sin posicionarse del todo, dejando el tema abierto para que el lector le dé un rato a la mollera. La seriedad en ocasiones deja paso a un humor oportuno, gamberro, de esos de carcajada, así como las escenas dantescas, asquerosas y repulsivas se contraponen, a veces incluso se adosan, a lugares bellamente descritos. El síndrome de Sthendal se agazapa tras las praderas del Círculo Crepuscular que son bañadas por una tenue luz, en la arena del tórrido Desierto del Mediodía o en la pocas luces que se aferran en el Agujero del Mundo donde la negrura es tan densa como efímera puede ser la vida sin las protecciones adecuadas.
El periplo que se lleva a cabo en Los Ojos Bizcos del Sol, de fantasía en lo procedimental aunque con cimientos y andamiaje de ciencia ficción, toma lugar en un mundo único, brutal, inhóspito y memorable. Un planeta que rota sobre sí mismo a la misma velocidad que gira alrededor de su sol. Debido a esa rotación síncrona ofrece dos climas extremos y solo una porción pequeña de tierra en la que la vida parece más cómoda. Pero no hay lugar que esté muerto. La vida se abre camino, decía Ian Malcom en Parque Jurásico. La supervivencia del más apto declaró Charles Darwin, si lo que buscamos es una figura más solemne. Aquí es donde entra la fauna. Como si el planeta se encontrara en un periodo Carbonífero elevado a la enésima potencia, añadiendo todos esos tentáculos que a Lovecraft le sobraban y un poco de carne de los engendros de John Carpenter, encontramos insectos mastodónticos (y me quedo corto) que se convierten en parte del escenario, crustáceos de inteligencia suprema y moluscos de capacidades increíbles aunque aterradoras (no volveréis a comer cargols a la llauna en vuestra puta vida). Lo mejor, y también lo peor, o tal vez lo contrario, es que los humanos los utilizan como simbiontes. Dejan que se unan a ellos, abriendo carne a través de agujeros en el cuello, cabeza o espalda para conseguir habilidades aumentadas o capacidades para sobrevivir en lugares imposibles. Alguacil lleva una babosa en el hombro, un chivato a la hora de detectar mentirosos, un chute de adrenalina en combate. Al Astrónomo, al que podríamos definir como el mago pasado de vueltas de dicha comunidad, le van más los caracoles. Igual gusto tiene la Regidora, la jefaza de la misión. Los tres primeros personajes de un buen puñado de memorables. No tardaremos en descubrir que ciertas simbiosis tienden hacia el parasitismo en ese mundo en el que los humanos parecen no encajar del todo. Si con la creación del macrocosmos ya te hueles que Emilio Bueso ha hecho un trabajo de documentación cojonudo, a medida que nos adentramos en su microcosmos ese trabajo se descubre brillante. De igual forma es su manejo de los diferentes géneros, o subgéneros, o como queráis llamarlo. Que lo mismo envía a sus creaciones a viajar en naves hechas de carne, vísceras y metal que los pone a descerrajar tiros en enfrentamientos que no tienen nada que envidiar al western más clásico mientras nos deja easter eggs de la cultura pop o de nuestra propia historia. Y eso sin perder nunca esa odisea que tiene alma de fantasía clásica ni esa portentosa sustancia que es claramente puro biopunk. A la postre, y tras un clímax final de los de agarrarse a la butaca, Emilio Bueso nos deja un giro final en el último párrafo que es de los de sacarse el sombrero una vez has dejado de fliparlo.