Llevo leyendo a China Miéville desde que tengo uso de razón lectora. Desde que no es otro sino yo quien elige en qué libro se sumerge, con qué autor gasta el tiempo. Podría haberme equivocado. Podría haber caído en manos de alguien que no enciende, que no ilumina. Gracias a los dioses di con este señor de aspecto poco amable y capacidad inventiva por encima de la media. Y entendí que había obviado la parte más fascinante de la literatura. Aquella que te lleva a lugares en los que nunca has estado porque nunca te has salido del camino marcado, de la bibliografía recomendada. Pero sucede que si te atreves, si sales de la norma imperante, la norma subversiva alecciona de un modo diferente, convierte las batallas perdidas en segundas oportunidades. La fantasía deja de ser algo para niños inquietos y se convierte en el pan de adultos que no fueron bien domesticados. Ese es el sustento que nos da el señor Miéville con cada una de sus novelas. Y esta última, publicada por Nova, no es una excepción en la excelente producción del autor inglés.
Si has leído más de un libro de este señor, sabrás que cada nueva incursión literaria abre un mundo completamente nuevo dentro de su trayectoria. Rompe con lo que había hecho hasta la fecha para darle rienda suelta a la oportunidad de sorprenderse a sí mismo y por ende al lector que le sigue. Ahora hablamos de ucronías y la posibilidad de reinventar la historia de nuestro tiempo. Concretamente esta novela nos lleva a las calles de un París invadido por los nazis durante la Segunda Guerra Mundial y una resistencia completamente surrealista. Literalmente. Y es que desde los ojos de Thibaut, uno de los últimos combatientes de los artistas que se sublevaron ante la ocupación, vemos una ciudad llena de manifs. Obras surrealistas que cobran vida a raíz de una bomba de origen desconocido. Estas piezas de batalla ingobernables hacen frente a la invasión alemana de formas totalmente insospechadas. Claro que el bando enemigo no se quedará atrás ya que para contrarrestar el arte combatiente han decidido invocar demonios a través de pactos con el Infierno, por lo que la ciudad, aislada, se ha vuelto irreconocible, lejos del aquel París romántico de los años 40. Ahora, para sobrevivir en este contexto, uno debe protegerse de cualquier tipo de arte y alianzas si no quiere caer en el fuego cruzado.
Aunque sea una novela mucho más breve de lo que nos tiene acostumbrado el autor inglés, lo cierto es que Últimos días de Nueva París deja entrever muchos de los rasgos identificativos del autor. Los comienzos son difíciles y más aún si hablamos de una novela de China Miéville. Esa transición entre no entender y entender propia de cualquier libro del autor inglés aquí vuelve a tener lugar. Nos sumerge en un mundo desconocido para nosotros –olvídate del París del título, nunca antes habías estado en esta versión de la ciudad-. Y uno avanza como puede hasta que empieza a esclarecer términos, a deducir y a contrastar. Este modo de proceder deja indefenso al lector durante un buen tramo del recorrido, pero una vez conquistado el terreno, la satisfacción que provoca es mucho más reconfortante. Fall Rot, cadáveres exquisitos, La Main á plume… Un mundo por descubrir con sus propios neologismos y su capacidad para definir pedazos de la realidad que carecían de nombre. La magia Miéville ha hecho su efecto y uno se plantea la relectura tras finalizar la novela con el fin de descubrir pasajes ocultos, rutas secundarias o un entendimiento de la obra completamente nuevo.
Hay ideas poderosas. Hay ideas que buscan realmente su lugar sin importar el precio que tienen que pagar para cumplir con su cometido. Si algo nos ha enseñado el arte es a reconfigurar nuestra idea del mundo. Expandirlo y reformarlo para que una nueva conciencia tenga cabida. El arte es la revolución a marchas forzadas cuando la evolución ha detenido su curso. Y justo en estos términos es cómo el arte se subleva en la novela de Miéville. Rompe y arrasa allí donde el humano ya no puede avanzar y le otorga otra oportunidad, una senda completamente nueva que nadie podría haberse imaginado. Este libro es una auténtica clase de historia. Claro que no en el sentido en el que te esperas. Los hechos históricos no son certeros, pero la red establecida para hacer frente al enemigo no puede ser más auténtica. China habla de una revolución cultural, una batalla del pensamiento allí donde las balas son insuficientes, donde los partisanos carecen de energía para contraatacar. Y es que el arte de la guerra nunca se había vuelto tan explícito como en este libro. El enfrentamiento contra el opresor nunca había dejado una mancha tan indeleble en nosotros, mancha que bien podría protagonizar un lienzo u otro tipo de arte que nos invite a defendernos.