Existe en España una realidad de la que muchos, me atrevo a afirmar, no tenemos constancia. Y yo soy el primero que asume esta falta, que no es otra que el desconocimiento de lo que se ha venido a llamar la Serranía Celtibérica. Esta región no reconocida engloba territorio de Guadalajara, Teruel, La Rioja, Burgos, Valencia, Cuenca, Zaragoza, Soria, Segovia y Castellón, con una extensión que dobla la de Bélgica, pero poblada por poco menos de medio millón de valientes (habitantes) en el total de 1355 pueblos que la componen. Esto arroja una densidad de población de 7,4 habitantes por kilómetro cuadrado, dato que comparado con los 5.000 habitantes por kilómetro cuadrado de Madrid o los 15.000 de Barcelona desvela una dura realidad. Esta Laponia del Sur es el lugar más deshabitado de Europa, solo igualado por la verdadera Laponia nórdica, con la que solo comparte el frío reinante, pues mientras que la región septentrional de Europa lleva años instalada en esas cifras, la despoblación de la Serranía Celtibérica crece a pasos agigantados, con casi la mitad de sus pueblos por debajo de 100 habitantes, y eso siendo generosos y respetuosos con los datos del padrón.
Con esta realidad como aliciente, el periodista Paco Cerdá inicia un viaje de 2.500 kilómetros por estas duras tierras para dar voz a sus habitantes y hablar de ese concepto que ya se empieza a acuñar en su seno, el de la ‘demotanasia’, la muerte lenta y silenciosa del modo de vida rural. Cada uno de los diez capítulos está dedicado a una de las provincias de esta Serranía Celtibérica. En todos ellos encontramos una concatenación de números y estadísticas, un frío baremo que refleja el auténtico drama que se vive año a año. Pueblos abandonados, moradores únicos en villas sin corriente eléctrica ni servicios básicos, colegios cerrados ante la falta de niños… esta es la verdadera cara de gran parte del mundo rural, que lejos de acercarse al tópico medieval del locus amoenus se convierte en un infierno, sin saber claramente en qué momento la pasividad gubernamental y el capitalismo voraz dejaron descolgado a estos territorios que en unas décadas pueden crear un agujero negro y vergonzoso en mitad de nuestro país.
Además de números, en Los últimos encontramos testimonios que reflejan lo que es vivir en estas condiciones. Testimonios tan valiosos como Marcos, ese quijote riojano de El Collado que lucha por el resurgimiento de su pueblo junto a otros tres vecinos, que obtienen la luz eléctrica gracias a placas solares. O la conversación mantenida con Moisés, el prior del monasterio burgalés de Santo Domingo de Silos, buscando los causantes (de pensamiento, palabra, obra y omisión) de la situación actual. O el neorruralismo que empieza a instalarse en Maderuelo (Segovia), con unos habitantes de los que seguro se sentiría orgulloso el escritor Henry David Thoreau. O la rocambolesca historia que ha llevado el rico patrimonio de un Grande de España a la pequeña localidad soriana de Bretún. Este es un libro lleno de personajes valientes que tienen en “Los últimos de Filipinas” un espejo en el que mirarse, mientras suenan, recordando viejos tiempos, acordes como el célebre Resistiré que tantos años lleva cantando El Dúo Dinámico.
Sin embargo, el poso que dejan lecturas como esta (o como La España vacía que tanto éxito le está dando a Sergio del Molino) es desolador. La Serranía Celtibérica mira hacia el futuro con gallardía, pero sabiendo que el espejo le devuelve una imagen poco halagüeña que lleva escrita, con frío y nieve, una palabra; la Nada.
Y no viene mal terminar recordando los célebres versos de Antonio Machado, que quitando el componente guerracivilesco que guarda, refleja claramente la situación a la que se ha llegado. “Españolito que vienes/ al mundo, te guarde Dios./ Una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón“. Por eso se tiene que conseguir que esa otra España, alejada de los focos urbanos, no termine helándose. Ni helándonos. Porque esa otra España habla de nosotros, de nuestro pasado, nuestras tradiciones y nuestra cultura. De nuestro corazón. Y si ella muere, morimos todos.
La puerta con el número 16, junto a la cual había un bastón apoyado, se cierra. Dentro queda Faustino. Afuera, la nada. Aflige saberlo solo en la larga y oscura noche de Tobillos. Y así mañana. Y al otro. Y al otro. Y ahora mismo. Y así hasta el final de Tobillos.