Los fans de la ciencia ficción no nos podemos quejar. Tras el olvido sufrido por las editoriales que apostaban siempre por el caballo ganador, parece que algo está cambiando. Al menos lo están haciendo en Nova. Hace unos meses nos trajeron el último mastodonte de Neal Stephenson, Seveneves, que ya fue reseñado en esta casa. Y en septiembre nos harán lo propio con la novela china que está sorprendiendo a propios y extraños, El problema de los tres cuerpos. Pero no son estas los libros de los que quiero hablar hoy. Dejemos el pasado para los historiadores y el futuro para los visionarios. Porque la última novela en engrosar la lista de lecturas espaciales obligatorias es Luna de Ian McDonald. Estamos ante la primera parte de una trilogía cuya continuación veremos en inglés a principios de 2017. Pero ¡qué primera parte! Nada de lo que te hayan contado te preparará para lo que vas a encontrar entre estas páginas. Todo es muy diferente a lo visto hasta la fecha y es que hacía mucho que no visitábamos nuestro asteroide. Tanto que ahora está absolutamente irreconocible. Olvídate del verano del 69 cuando dimos el primer paso sobre su superficie. Y céntrate en sobrevivir. Sí, como decía Heinlein, la luna es un cruel amante y, para sorpresa de todos, ha dejado de querernos.
Los recursos de la Tierra llevan siendo explotados desde hace siglos y el consumo es insostenible. Lo que no sabíamos es que la solución estaba flotando sobre nuestras cabezas. Y justo es allí donde se ubica toda la acción de la novela. Cinco familias compiten por la supremacía y la explotación de los recursos selenitas con el fin de abastecer al planeta Tierra y de paso sus egos descontrolados. Porque este quinteto de casas nobles, arribistas y mentirosas buscan el control absoluto a cualquier precio. De forma frontal, entrando por la puerta de atrás o durmiendo en la cama correcta.
La historia nos sitúa en el seno de una de estas familias, los Corta. Una casa de origen brasileño que explota Helio 3 con el fin de mantener vivo el iluminado terrestre. Frente a ellos, los Mackenzie. Australianos que buscan pisotear a los Corta con el fin de quedarse con toda la cuota de mercado. El fuego cruzado está servido. Y aún falta por introducir a las otras tres casas restantes cuya aportación es de todo menos superficial. La traición, las alianzas inesperadas y los planes maestros orbitan en torno a estos personajes con la misma fuerza con la que la luna se mantiene a flote. Y el terreno gris e inhóspito será implacable. Teniendo siempre la última palabra sobre quién reina y quién es polvo.
La historia construida por McDonald se sustenta sobre unos cimientos sorprendentes. Y es que la sociedad lunaria ha establecido sus propias reglas y sus propios códigos cuya divergencia de los terrestres es asombrosa. El consumo de los cuatro recursos básicos –agua, oxígeno, datos y carbono- es una preocupación constante en los personajes debido al coste que implica su uso. Respirar tiene un precio. Comunicarte y vestirte debe de estar siempre supeditado a los ingresos que acumulas en tus cuentas. Además, el sistema legal ha empapado hasta el último recodo de la vida. Careciendo por completo de delitos al uso, todo deriva en una compensación económica entre el que comete el daño y el que lo recibe.
Pero si hay algo en lo que Luna me ha dejado con la boca abierta es en sus posibilidades sexuales. Todo lo que imagines tiene cabida. El espectro de manifestaciones basadas en el contacto es infinita. Entender su terminología y sus constantes evoluciones es divertido y confuso. McDonald se saca de la manga hasta un tercer sexo que, si bien toca de puntillas, apunta maneras y augura una mayor proyección en las continuaciones de esta trilogía. Puede que peque de pervertido pero, de todo lo que aporta McDonald con esta novela, sin duda, es el estudio de las sexualidades lo que más me ha marcado. Por diferente, por peligroso y por lo vergonzosamente necesario que resulta en perspectiva la asunción de que el sexo sólo debe ser un contrato de mutuo acuerdo entre el que folla y el que es follado.
La falta de gravedad en la luna tiene un trasunto en las cuestiones más controvertidas. Nada pesa lo suficiente, nada es lo suficientemente sagrado como para no poder negociarlo. ¿Es la luna un reflejo de una fase anterior de nuestra civilización? Una anarquía controlada en la que nadie quiere asumir responsabilidades. ¿O estamos ante la más absoluta evolución del hombre como especie? Un salto cualitativo en el que los dioses del Antiguo Testamento ya no tienen vigencia. Ian McDonald ha parido el escenario más interesante que se ha visto en la ciencia ficción de los últimos años, creando el Dune de las nuevas generaciones, pero siendo mucho más retorcido y visceral que Frank Herbert. Nos ha llevado a rastras a la cara oculta de la luna y nos ha obligado a mirar.