«La letra con sangre entra» define al proverbio que asocia el castigo corporal como estímulo para medrar en el aprendizaje. También es el título de un cuadro de Goya que muestra tal experiencia. El estímulo puede ser, a veces, tomado con otro fin distinto al del conocimiento, esto es, pensado para escalar en la vida social y no la de aprender académicamente hablando. La sangre, que invade esta novela, es sinónimo de vida. Haces uso de la sangre de otros, te abasteces de ella, para sobrevivir y mejorar tu posición. La sangre, la de los cuerpos y también la que subyace bajo tierra, la que llamamos petróleo, también corrompe, y por ella se mata. Con esta premisa, sangre como estímulo para medrar socialmente, Michelle Roche ha creado Malasangre, una inteligente novela que va a mezclar el género fantástico de vampiros con un acertado hecho histórico de la dictadura gomecista de Venezuela. Un modo diverso de contar un relato de horror escapando de los ya escritos hasta ahora, eso sí, sin perder la esencia con la que surgieron las historias de vampiros.
La iconografía vampírica nos deja un muestrario de personajes literarios que, a veces, si no escarbamos más allá, se quedan en unos seres brutales, a veces con tintes románticos, parásitos y dependientes de la sangre de los vivos para sobrevivir. Pero si leemos entre líneas, no hace falta la espectacularidad de surgir de un ataúd para darnos cuenta de cuantos chupópteros existen vivitos y coleando, y que nos absorben hasta la última gota de nuestra existencia. Tal es así que el propio John Polidori, en su relato El Vampiro, creó esta alegoría sobre, paradójicamente, a quien se le atribuyó la autoría: Lord Byron. Era el gran poeta inglés, según Polidori, su médico personal, el paradigma de parásito que vivía a costa suya. Los caprichos del destino y las exigencias editoriales hicieron que fuera Lord Byron quien figurara como autor y Polidori no viera reconocida en vida su propia creación. Más ejemplos que se adelantan al mito vampírico sobre el carácter metafórico del monstruo lo encontramos en la filosofía de Voltaire, quien utilizaba el símil para criticar públicamente la falta de impunidad y vicio de la iglesia católica que actuaban cual vampiros chupasangres. Y el ya mencionado pintor Goya se adelantó y dejó clara esta alusión en su fantástico capricho de El sueño de la razón produce monstruos, donde la crítica social sobre el mal uso de las supersticiones y la falta de raciocinio estaba creando monstruos (esos vampiros que revolotean en la mente del soñador) en la sociedad. Lo dicho, la idea de un monstruo ya no de fantasía, sino relacionado con las corruptas, oscuras y reales ambiciones humanas.
Michelle Roche ha tomado este camino, la exposición del mito del vampiro como símbolo de condena y corrupción. Ella no es solo escritora, es también una magnífica y apasionada lectora. Eso se demuestra en el mimo que ha puesto en su obra Malasangre, donde convergen las novelas de vampiros, el romanticismo inglés, el bovarismo de la protagonista, el dandismo de Oscar Wilde en otro personaje y la crítica social del relato histórico. Estamos en Venezuela en la década de 1920, sometida bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez. Diana, la hija adolescente de una familia de prestamistas, narra en primera persona su experiencia en aquella época. Heredó de su padre la hematofagia, la enfermedad vampírica de necesitar la sangre humana. Esta condena que recae sobre ella le deparará un funesto destino, le inclinará a la violencia contra algunos hombres y le alejará de aquello que representa su madre, la fuerte convicción católica. Sus propios padres la expondrán como mercancía y reclamo para conseguir negocios prósperos y un mayor posicionamiento social. La corrupción del gobierno venezolano, los chanchullos de la oposición y el bando que elegirá el padre de Diana serán determinantes para los peligros que vivirá la joven vampira. El elemento fantástico se inserta en el relato formando un perfecto engranaje que sirve de alegoría sobre la posición de muchas mujeres de la época, expuestas en contra de su voluntad a los intereses de la familia, es decir, el vampirismo como maldición a la que han sido convertidas y condenadas.
La brutalidad y sensualidad que describe Roche en varios pasajes están a la altura de las obras de Le Fanu o Stoker, y se van a mezclar con la verosimilitud de unos hechos históricos que nos devuelve por un momento a la realidad de muchas personas que se vieron obligadas a tomar ciertos caminos sin poder alguno de decisión. Me gustaron especialmente su personaje principal, Diana, gran personaje femenino. A priori, víctima de la maldición y todo lo que ello conlleva, pero que se hace gigante gracias a las reflexiones con las que apela directamente al lector, poniéndonos en la misma ventana donde a ella le exponían como carnaza a la mirada de posibles pretendientes e insistiendo en la imposibilidad para las jóvenes del momento de acudir ni tan siquiera al conocimiento que aportan los libros. También, la incursión de un personaje, un dandi, similar al lord Henry de El retrato de Dorian Gray, aunque salvando la elocuencia que conseguía imprimirle Oscar Wilde. Esta novela aporta un respiro nuevo al mito vampírico por no quedarse solo en lo anecdótico, por no apropiarse de una de las criaturas más bellas y mejor construidas del pensamiento colectivo, sino por ahondar en aquello que de él se puede extraer entre líneas. Sin duda, la novela de Michelle Roche no es solo recomendable por su gusto literario, sino por la capacidad que tiene de transmitirlo.