Mis primeros escarceos con la literatura fantástica fueron con la saga de novelas de la Dragonlance. Semielfos, enanos, dragones, caballeros que antes preferían morir que quebrantar sus códigos morales, guerreras fornidas con el cabello de un color rojo fuego, dioses, monstruos, magos y Tasslehoff Burrfoot. Lo tenían (y lo siguen teniendo) todo para atraparte desde la primera página. Pero ese flirteo se convirtió en un matrimonio consolidado gracias a una cosa mucho más importante, a una que no involucraba ni a seres fantásticos ni a magia nacida de dedos ágiles: en aquel momento estaba todo (o prácticamente todo) publicado.
Y entonces empezó un ritual.
Iba a la librería, me compraba un libro y lo leía. Una vez acabado, volvía a la librería, me compraba otro libro y disfrutaba de su lectura. Y así en un bucle que duró años. Las visitas a la librería no tenían fecha fija. El número de libros con los que salía de la librería dependían del dinero que llevara en el bolsillo. Pero una cosa estaba segura: no perdía nunca el hilo de la narración por culpa de mi memoria (de la que más de una vez ya he comentado por estos lares que es similar a la que posee la pececita Dory).
La saga Malaz: El Libro de los Caídos se cruzó en mi camino cuando estaba leyendo el tercer tomo de Canción de Hielo y Fuego. La sinopsis me atrajo desde el principio, me encandiló. Pero supongo que debí pensar algo así: “Son diez libros y faltan por publicar algunos. Además, prefiero no mezclar. Y es que lo que estoy leyendo ahora mismo, también tiene su tela. Cuando haya acabado esta saga empezaré la otra.” Pobre iluso.
Por aquel entonces, los libros de Malaz estaban siendo publicados por la editorial La Factoría de Ideas. Parecía que todo marchaba bien, viento en popa a toda vela que hubiera dicho José Espronceda. Pero a falta de las tres últimas novelas la editorial entró en concurso de acreedores y poco después cerró sus puertas. “Todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia”, debieron pensar los fans de la saga malazana mientras soltaban dentelladas a los lomos de los libros escritos por Steven Erikson.
Abril de 2017: la editorial Nova publica la octava entrega de la saga: Doblan por los Mastines. Los fans, aquellos que habían sido abandonados a su suerte, aquellos que llevaban un tiempo intentando sobrevivir a uno de los mayores terrores a los que un lector en algún momento puede llegar a enfrentarse, estaban de enhorabuena. Por fin podrían poner punto y final a su pesadilla. Por otro lado, aquellos a los que siempre nos sedujo el mundo que habían creado Steven Erikson e Ian C. Esslemont podíamos empezar por el principio, sabiendo de antemano que con los planes que la gente de Nova tenía en mente podríamos saltar de un libro a otro sin tener que esperar eones.
Y así es como llegué hasta este momento, hasta Los Cazahuesos: la sexta entrega de la decalogía malazana.
Tras Mareas de Medianoche (ese libro que era todo un dilatado recuerdo de Trull Sengar, una nueva rama en la historia de los caídos y la excusa perfecta para conocer a los Tiste Edur) por fin las tres tramas principales de la saga malazana, como tres ríos nacidos en diferentes vertientes de una misma montaña, han acabado por unirse en ese vasto mar llamado Malaz. Para ello, Steven Erikson ha jugado con flashbacks de dimensiones pantagruélicas que se han sustentado gracias a las diferentes esperanzas de vida de las razas que pueblan el mundo creado por el autor.
En Los Cazahuesos las intrigas se multiplican exponencialmente tras cada paso de página mientras volvemos a reencontrarnos con el decimocuarto ejercito malazano (al que ya pudimos conocer en La Casa de Cadenas). Y aunque la revolución de Sha’ik fue aplastada y ella asesinada en combate por Tavore (dando a la cuarta novela ese final que nos dejó con el corazón destrozado) todavía quedan unos cuantos insurgentes comandados por el último líder superviviente de la rebelión: Leomán de los Mayales. Tavore sabe que donde hubo fuego quedan brasas y que el fanatismo no es más que ese torbellino necesario para avivarlo, así que envía al decimocuarto a Y’Ghatan (ciudad donde Leomán se ha atrincherado) para apagar esos rescoldos.
Y esto nos lleva al capítulo siete. Un capítulo de más de 100 páginas de extensión en las que el autor nos brinda uno de los asedios más encarnizados que jamás hayáis leído en un libro. Una batalla donde la épica se mezcla con el terror más atroz. El lector sentirá en sus propias carnes esas fobias que solamente el fuego, la oscuridad o los lugares extremadamente estrechos son capaces de infundirnos. Solo por este magnífico capítulo merece la pena leer el libro de cabo a rabo.
Pero Los Cazahuesos no es solo el asedio de Y’Ghatan. Aunque os aseguro que una vez lo hayáis acabado es lo que prevalecerá. Es también la unión de parejas antagónicas condenadas a entenderse, como Samar Dev y Karsa Orlong. Una bruja con grandes conocimientos científicos y el bárbaro que todo lo arregla a hostias. Ambos empezarán a dudar de sus propios métodos con tan solo escucharse mutuamente. Es la vuelta por la puerta grande de Icarium. Un hombre de paz fabricado para la guerra. Es la capacidad de improvisación (con mayor o menor acierto) de El Señor de la Baraja que deberá aprender su poder a marchas forzadas en intentar equilibrar la balanza, pues los dioses parecen haber bajado al barro, involucrándose en la lucha contra algo mucho más grande.
Los Cazahuesos también es un libro que con una prosa pausada nos llevará hasta unos acontecimientos finales que situará a Malaz al borde de la guerra civil. De esta forma Erikson nos muestra cómo los imperios se cimientan sobre grandes mentiras creadas por políticas basadas en la corrupción y el poder, registros históricos falseados a cambio de acuerdos tan suculentos como moralmente reprobables y, sobre todo, silenciando hechos que acabaron con miles de millones de muertos inocentes. Porque en esta sexta entrega de Malaz queda más claro que nunca que esto no va de triunfadores sino de caídos.
“Y así lloramos por los caídos. Lloramos por los que aún han de caer, y en la guerra los chillidos son altos y duros, y en la paz los gemidos son tan prolongados que nos decimos a nosotros mismos que no oímos nada.”
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