Podría decir que Malerba. Vida a muerte en Sicilia, galardonada con el Premio Leonardo Sciascia 2014, es una buena novela negra, en la línea de El Padrino de Mario Puzo, si no fuera porque se trata de una historia real y el protagonista, en vez de ser miembro de la Cosa Nostra, es el fundador de la Stidda, la organización criminal que se enfrentó a esta y que alteró el equilibrio del poder mafioso de la provincia.
En estas memorias, Giuseppe Grassonelli entrelaza sus recuerdos para contarnos, con un detalle y ritmo admirables, una historia repleta de venganza, miedo, juego, dinero, sexo y tiroteos, salpicada de reflexiones sobre qué es el honor, la libertad, la legalidad, la moral o el Estado. Grassonelli se cuestiona todo, empezando por sí mismo, sus decisiones y sus crímenes, que lo llevaron a ser condenado a ergastolo ostativo, es decir, la cadena perpetua por asesinato con agravante de asociación mafiosa y ausencia de colaboración con la justicia, a la edad de veintisiete años.
Grassonelli escribe su vida tras más de veinte años encerrado y ante la perspectiva de no volver a ser libre. No lo hace para justificarse, sino para contextualizar su historia y, quizá, hacerse comprender y desterrar falsos mitos sobre la guerra mafiosa. Él fue un niño siciliano cualquiera, hijo de obrero, que soñaba con ser futbolista. Hacía trastadas, robaba todo lo que podía por el simple placer que le provocaba hacerlo y porque sabía que no había otra forma de obtener lo que deseaba (un cachorro, un helado, una moto). De ahí su apodo, Malerba (mala hierba). Con quince años, sus amigos y él encontraron un botín de armas y dinero, un hecho decisivo en su perdición, aunque no definitivo: sus amigos, al crecer, optaron por una vida familiar y tranquila, él no: estaba hecho de otra pasta. Sin embargo, su historial delictivo se hubiera limitado a robos y estafas de no haber presenciado, con tan solo veinte años, el tiroteo a su familia por parte de los Resina, miembros de la Cosa Nostra. Salvó la vida de milagro y perdió la paz interior para siempre. Debía vengar a su familia.
Este tipo de historias, en las que el malo (si es que se le puede llamar así, cuando ninguno de los involucrados es bueno) da su punto de vista, me provocan emociones encontradas y dilemas morales. Decir que Giuseppe me cae bien, que (hasta cierto punto) lo comprendo, me causa reparo, pero es así. Algo parecido me sucedió en su día con el asesino de A sangre fría de Truman Capote. A través de sus vivencias, Giuseppe Grassonelli muestra sus miedos, sus dudas, sus amores, su férreo concepto de la amistad. Es un asesino, sí, pero también un ser humano, que se arrepiente, que ha cambiado, que quiere devolverle algo a la sociedad a través de su relato sincero.
No creo que yo actuara del mismo modo que él, porque mis circunstancias tampoco son las mismas. Criado en un entorno de miseria y corrupción y siendo casi analfabeto, ¿qué otras opciones tenía? ¿Dónde acudir cuando Estado y mafia vivían en connivencia? «Matar es difícil hasta que estás a punto de morir», dice Giuseppe Grassonelli y creo que tiene razón. Entiendo que el instinto de supervivencia se imponga a cualquier otro principio ético. Sabía que la Cosa Nostra no perdona, que tarde o temprano acabarían con él por tener el apellido que tenía. No le quedó más remedio que la huida hacia delante, manchando sus manos de sangre antes de que derramaran la suya.
Los años en prisión le han hecho reflexionar y licenciarse en Letras con matrícula de honor. La cárcel ha logrado su objetivo: reeducarlo, recuperarlo. Y, sin embargo, nunca saldrá a la calle. Grassonelli se pregunta si no merece ser juzgado más allá de los años transcurridos a la sombra y si un orden social que no es capaz de devolver a la sociedad al culpable que se ha arrepentido puede considerarse democrático. Tal vez vosotros tengáis claras las respuestas a estas preguntas ya que penséis que un asesino no merece compasión. Pero puede que, tras la lectura de Malerba. Vida a muerte en Sicilia, estas certezas se os tambaleen.