“No te metas con los bajitos”, este es uno de los consejos que le dan al protagonista cuando acaba en la calle. Porque los bajitos llevan toda la vida peleando duro para que no los destrocen aquellos que son más grandes que ellos y están más acostumbrados a devolver los golpes. En cambio, los altos nunca han tenido que meterse en una pelea. Solo con su tamaño han logrado evitar la mayoría de enfrentamientos. El protagonista de la novela mide cerca de dos metros. Con esta metáfora, Velibor Čolić, autor y al mismo tiempo protagonista del texto, define a su personaje y a sí mismo.
Bosnia, 1992. Velibor es escritor, ha ganado premios literarios y lleva un programa de radio. No es soldado. No quiere ser soldado. Pero eso al ejército le importa poco. Por eso, va a la guerra y tras un tiempo en el frente, deserta del ejército bosnio. Con 28 años y apenas tres palabras de francés (Jean, Paul y Sartre), recorre media Europa y se planta en Rennes pidiendo asilo político. Se convierte en un refugiado. Sí, como esos que están muriendo a miles en el Mediterráneo. Pero él consigue llegar a su destino, Francia le acepta, le dan ayudas.
¿Y ahora qué?
Manual de exilio trata sobre ese “ahora qué”, sobre cómo vives cuando lo has perdido todo y tu nuevo país te tolera (es decir, no te mete en un CIE) pero te da la espalda (chaval, apáñatelas). El libro nos deja ver, por unas horas, la vida de esas personas que nos cruzamos por la calle y de las que huimos, porque nos dan miedo. Nos deja desnudos con nuestros privilegios y nuestros prejuicios. Y Velibor Čolić se las apaña para que, por encima de todo esto, te rías con él. Solo con el subtítulo “Cómo aprobar su exilio en treinta y cinco lecciones” ya nos dice por dónde van los tiros.
Esta novela, autobiográfica, de autoficción, cómo queramos llamarla, no es Los bosnios, la obra, también publicada por Periférica, en la que Čolić describió, punto por punto, con un estilo seco y sin humor ni ironía (¿cómo iba a tenerlo?) el horror que vio durante la guerra. Manual de exilio habla de lo que pasa cuando te quedas solo, después de salvar el pellejo, y empiezas a pensar (o evitar pensar a toda costa) en lo que has visto.
También trata sobre la pérdida de todo referente social o personal. Sobre la pregunta: ¿y ahora quién soy? Sobre la obsesión con la literatura como único referente compartido con el país de acogida. Sobre el abandono institucional. Sobre la depresión. Sin adjetivos. Sobre la nostalgia. El desasosiego. La pérdida. La soledad. Pero también sobre la belleza. Tiene momentos de una belleza fulgurante encuadrados en escenas cotidianas, como descripción de los gestos de una cajera de supermercado o del piso destrozado de su vecino en Budapest.
La narración empieza en 1992, con el personaje llegando a Rennes una mañana lluviosa*, y termina en Estrasburgo en 1999, pero estos siete años pasan como un suspiro para el lector. Porque apenas sucede nada y pasan muchas, muchísimas, cosas. El protagonista escribe de manera frenética tres o cuatro novelas (muchas de ellas publicadas más tarde), aprende francés a marchas forzadas, hace el ridículo, busca imposibles en los cuerpos de algunas mujeres, se emborracha, le publican, cena con Toni Morrison y Salman Rushdie, trabaja como mozo de almacén (durante dos horas), vive en Milán, en Budapest, cita a Verlaine en plena cogorza, se cree Borges, desprecia sus textos, recorre kilómetros y lee miles de páginas, se ve incapaz de salir de la cama… Y al terminar la novela, te quedas con la sensación incómoda de que la historia no ha acabado, pero ¿cómo terminar una historia así? ¿Qué final hollywoodiense esperábamos?
Lo que más me ha gustado de esta novela es su estilo, cómo está escrita. La lengua, las metáforas, las imágenes y el juego que hace Velibor Čolić con su lengua de adopción, el francés, pese a pasarse la mitad de la novela repitiéndose que no lo domina. Manual de exilio es uno de esos textos raros que el editor no necesita explicar para que el lector se interese por él. Con mucho acierto, Periférica ha usado las primeras líneas de la novela como texto promocional. En cuanto las leí, sabía que tenía que leer este libro. Os las dejo aquí. Y, sí, es todo así, no baja el nivel en ningún momento:
Tengo veintiocho años y llego a Rennes con tres palabras de francés por todo equipaje: Jean, Paul y Sartre. También llevo mi cartilla militar, cincuenta Deutsche Mark, un boli y una gran bolsa de deporte desgastada, color verde aceituna, de marca yugoslava. Su contenido es escaso: un manuscrito, algunos calcetines, un jabón deforme (parece una rana muerta), una foto de Emily Dickinson, una camisa y media (para mí, una camisa de manga corta sólo cuenta como media camisa), un rosario, dos postales de Zagreb (sin usar) y un cepillo de dientes. Estamos a finales del verano de 1992, pero voy vestido como para una expedición polar: dos chaquetas pasadas de moda, una bufanda larga, y en los pies las botas de ante, dadas de sí, tras sufrir diez mil mordiscos de la lluvia y el viento. Soy un caballero liviano, un viajero de rostro marcado por un frío metafísico, el último grado de la soledad, del cansancio y de la tristeza. Sin emociones, sin miedo ni vergüenza. Murmuro una queja estúpida e infantil, a sabiendas de que las palabras no pueden borrar nada, de que mi lengua ya no significa nada, de que estoy lejos, y de que ese “lejos” se ha convertido en mi patria y mi destino.
Laura Gomara @lauraromea