En aquel verano sin verano de 1816, la mansión Villa Diodati acogió la reunión literaria más famosa de todos los tiempos, en la que surgieron los dos monstruos que han marcado la literatura para siempre: la figura del vampiro romántico, creada por John Polidori, y la criatura de Frankenstein, creada por Mary Shelley. Doscientos años después, Raquel Lagartos y Julio César Iglesias publican Mary Shelley: la muerte del monstruo, una biografía especulativa en la que, a través de la introspección psicológica de Mary Shelley, plantean dónde comienza la mente de la creadora y dónde termina la del monstruo.
¿Cómo pudo una mujer de tan solo diecinueve años escribir sobre la vida y la inmortalidad, la decencia y el mal, la soledad y el amor, del modo en el que lo hizo Mary Shelley? No fue solo gracias a su talento, sino fruto de una vida que estuvo marcada por la muerte desde el principio. Esta novela gráfica —con ilustraciones en blanco y negro en las que aparece el color rojo cuando la pasión o la muerte hacen acto de presencia— destila ese romanticismo del que Mary Shelley y su monstruo son un referente, creando una atmósfera pesimista que traspasa la página para que el lector sienta el dolor de uno y otro. ¿Quién traicionó a quién: la criatura eclipsando a su creadora o la creadora desvirtuando su obra, al sucumbir finalmente a los preceptos de la sociedad?
Para quienes no hayan leído Frankenstein o el moderno Prometeo, Mary Shelley: la muerte del monstruo es una oportunidad ideal para descubrir la grandeza de este clásico de la literatura y de su personaje que, pese a ser conocidos mundialmente, el tiempo ha simplificado hasta vaciarlos de contenido. Frankenstein o el moderno Prometeo plasmó los temores de la época victoriana: una ciencia que parecía capaz de todo sin tener que responder ante Dios, el empoderamiento de las mujeres y la rebelión de los humildes. El monstruo, una criatura que nada tiene que ver con el ser torpe y estúpido que el teatro y el cine se han encargado de popularizar, ni siquiera tiene nombre —aunque se le haya adjudicado el apellido de su creador, Víctor Frankenstein, lo que no deja de ser representativo de la relación de Mary Shelley con su obra—, y no es más que un bebé abandonado que solo ha conocido la maldad del ser humano, pero que llega a ser inteligente y cultivado gracias a la lectura. Pero, ante todo, Mary Shelley: la muerte del monstruo es un merecido reconocimiento a una mujer que, aun teniendo una excepcional sensibilidad y lucidez, siempre estuvo a la sombra de los demás: primero, a la de sus padres (el librepensador William Godwin y la escritora feminista Mary Wollstonecraft); después, a la de su pareja, el poeta Percy Shelley y, finalmente, a la de su obra, el monstruo más famoso de la literatura. Mary Shelley, la mujer que pudo cambiar el pensamiento de su época, acabó enferma y derrotada, traicionando a su monstruo y, en consecuencia, a sí misma. Mary Shelley: la muerte del monstruo plasma cómo la difícil disociación entre obra y autora marcó el resto de su existencia y consigue un libro tan triste y conmovedor como las fuentes a las que hace referencia.
Frankenstein o el moderno Prometeo fue el retrato de una sociedad inmisericorde y Mary Shelley: la muerte del monstruo es el homenaje a la mujer que lo escribió y a su trágica vida, origen y consecuencia de su obra. Solo quienes lean ambos libros descubrirán quién es el verdadero monstruo de la historia, de nuestra historia; y, quizá, tras doscientos años de incomprensión, amen a la criatura de Frankenstein tanto como Mary Shelley lo hizo.
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