Matar al heredero no es sólo una novela policíaca, ni siquiera es sólo una magnífica novela policíaca, es una magnífica novela policíaca del cabo Holmes, que viene siendo un género en si mismo y que a fuerza de mantenerse fiel a sus virtudes, conforme avanza la serie (y vamos por la quinta entrega) la relación con el lector se refuerza hasta la frontera misma de la devoción. A los seguidores de Holmes la aparición del libro es argumento suficiente para correr a leerlo, a quienes no lo conozcan les diré que desarrolla una investigación de un asesinato que es muy nuestra ya que el protagonista es un cabo de la guardia civil de un pueblo de la Costa de la Muerte, pero también porque el compromiso de Carlos Laredo con la literatura va siempre más allá de su caso y retrata brillantemente diversos aspectos de la sociedad en la que éste se desarrolla. Si en otras entregas se ha tratado de la droga o el poder del dinero, en Matar al heredero llama poderosamente la atención la relación entre amos y criados en los pazos y por extensión las relaciones de sumisión aparentemente de otra época que de un modo u otro perviven en la nuestra y que son terriblemente poderosas como motivo literario. Porque puede que hoy día determinados límites de esta relación sean desde luego más psicológicos que reales, más sociales que legales, pero eso no los convierte en inexistentes ni les resta fuerza.
El caso en sí presenta una característica diferencial fundamental, en el arranque del libro, si bien no se puede decir que se haya rendido, vemos a Holmes a punto de aceptar que es un caso irresoluble. Y si lo es para él hay que convenir en que lo es en términos absolutos. Afortunadamente uno es lo que es por sí mismo más lo que le suman sus relaciones y Holmes no sería quien es si su amigo César Santos, su contraparte, el detective pijo madrileño (en palabras del guardia civil) que le complementa y que a su manera representa todo lo que él no es. Cinco libros después su peculiar relación sigue funcionando igual de bien que en la primera entrega, o tal vez mejor porque es de esas parejas de tres, entendiendo al lector como el tercero, que aparentan una estabilidad a prueba de bombas. Hay que añadir el filón informativo que Holmes no acaba de aceptar y que se personaliza en Lolita, su mujer, y Marimar, el impagable personaje de inefable relación con César Santos: el de los rumores, las cosas que se cuentan en conversaciones de mesa de camilla que le son más accesibles a quienes más alejados están del aspecto formal de la investigación. Esas cosas que “todo el mundo sabe” y que efectivamente sabe todo el mundo salvo quien necesita saberlas para avanzar en el caso.
Pero no se rinde, claro, y la investigación nos adentra en un mundo que cambia de formas con el tiempo pero que mantiene su esencia relativamente inalterada, la relación de los poderosos con sus subordinados, los roles tradicionales de ciertos núcleos no sé si decir rurales pero que en cualquier caso son un mundo dentro de otro y parecen funcionar a otro ritmo, en otro tiempo. Avanza poco a poco, vamos conociendo datos con la prisa de la impaciencia pero la pausa del narrador que se sabe talentoso para dosificar los hechos y controlar el ritmo y aun así no quiere hacer trampas, ni soluciones de último minuto o argumentos ex machina. El compromiso con la realidad de Carlos Laredo no se limita a la construcción de los personajes, los escenarios o la sociedad, sino que se hace extensivo a la trama y a los procedimientos y los tiempos de la investigación criminal y la justicia, en este caso de la guardia civil. No se trata sólo de averiguar qué ha pasado sino de si se va a poder demostrar y cómo.
Hay sin embargo un cierto desencanto, o esa sensación tengo. No puedo abundar en ello para no desvelar más de la cuenta pero diría que Matar al heredero suscita una reflexión sobre la culpabilidad y el papel de eso que se ha dado en llamar autor intelectual de los crímenes. Si en ocasiones hay diferencias más o menos sutiles entre la justicia de las leyes y la de los hombres, hay un aspecto interesante a ese respecto: la frustración de los investigadores ante el paso más que saben que no pueden dar, la borrosa definición del éxito en una investigación policial.
Andrés Barrero
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