Reseña del libro “Memorias del condado de Hecate”, de Edmund Wilson
Por ser un poco (muy poco, no se crea) quisquilloso con este libro de relatos, debo decir que Hecate me parece un nombre algo insulso, y a mi modesto entender, cuando todo lo que cuentas gira en torno a una especie de subversivo pueblo que es como el vergel veraniego para la gente guapa neoyorkina, y donde nada es lo que parece y lo que sí parece es que todo está a punto de estallar.
El típico lugar donde uno suele acudir no solo para regar las plantas de la casa de verano de sus padres o para visitar a algún pariente con demencia senil sino, sobre todo, y entre otras cosas, para reencontrarse con aquello de lo que acabó huyendo el año anterior o, por el contrario, con lo que lleva soñando desde entonces que vuelva a ocurrir; una vía de escape para los fines de semana, para huir de oscuros fantasmas personales que te persiguen en la gran metrópoli, buscarse hasta encontrarse o perderse del todo en mitad de la quietud del ambiente rural; un sitio escondido y silencioso donde todos se conocen pero nadie sabe a ciencia cierta quién es, en realidad, el vecino de enfrente. Un lugar ideal para dar rienda suelta a las más bajas pasiones y ser, ni más ni menos, tal y como uno es en realidad.
Cosas, todas ellas, que no estaban bien vistas o no era posible llevar a cabo en aquella ciudad interminable que era Nueva York, cuando unos se desesperaban en medio de las tensas y destructivas sesiones de la Bolsa, otros lo hacían en el piso treinta de cualquier edificio de oficinas de Manhattan y la mayoría, simplemente, hacía cola ante las casas del Ejército de Salvación unos días antes de acabar, seguramente, saltando por la puta ventana.
Wilson nos dibuja con la elegancia propia de la literatura de entreguerras americana las luces y las sombras de un momento histórico terrible y a la vez interesantísimo de la historia particular de los Estados Unidos y, por consiguiente, de la del resto del mundo en general. Luces que se apagan y se encienden de forma intermitente en el desconocido condado de Hecate, a dos pasos de la gran ciudad y donde el ser humano vaga en busca de sí mismo y de un futuro lleno de negrura.
Si además de que en estas Memorias del condado de Hecate (un lugar que, no olvidemos, no existe en la realidad, que Wilson se inventa con mucho ingenio para salvaguardar de alguna forma estos “diabólicos” cuentos y tener una justificación para escribir con libertad su particular visión de la sociedad americana) disfrutamos percibiendo la carcoma moral, el deseo irrefrenable y las más bajas pasiones pugnando por salir, esa doble cara, ese desasosiego vital que devora internamente a los fabulosos -y un tanto siniestros- personajes que pululan por cada relato (y que no son otros que las jóvenes flappers y los Gatsby de turno que inmortalizaría por aquellos tiempos Scott Fitzgerald pero quizás, y a simple vista, un poco menos histéricos y pasados de vuelta), si ya nos gusta todo esto, decía, aún fliparemos mucho más con el libro si nos paramos a saborear el increíble estilo de Wilson, a saborear la prosa culta, exigente, llena de profundidad y riqueza de este fantástico autor del que apenas conocíamos nada por aquí, pues siempre fue más reconocido por sus ensayos o sus críticas de arte que por su labor puramente literaria, lo cual no dejará de sorprenderle.
En definitiva, e independientemente de la sugerente portada (que no solo invita a leerlo, sino a otras muchas cosas), Memorias del condado de Hecate es un extraordinario libro de cuentos (concretamente, de cinco cuentos más uno larguísimo que es casi una novela corta, titulado La princesa de los cabellos de oro, y que además es, sin ninguna duda, el mejor de todos y el que provocó que el libro fuera prohibido en Estados Unidos tras su publicación y hasta finales de los años cincuenta por su (en fín, chorradas) explícito contenido sexual y su subversiva historia) y que pone el foco en la falsa, mojigata, pueril, empobrecida y descorazonada sociedad norteamericana posterior al crack bursátil del 29, esa que decidió afrontar el desastre de sus vidas y su mundo de la única forma en la que podría hacerse: bailando y divirtiéndose como nunca y hasta el amanecer.
O incluso, hasta la muerte.