El primer libro que leí de Amélie Nothomb fue Cosmética del enemigo. Lo encontré por casualidad en la casa de un amigo al que había ido a visitar. Yo por aquel entonces, con los dieciocho años recién cumplidos, tenía una lista de libros leídos que se nutría básicamente de novelas negras, fantasía y más novelas negras. Tenía una amiga que siempre me decía que debía variar mis gustos literarios, descubrir cosas nuevas, pero yo no encontraba ni el momento ni el libro que me llevara a esas cosas nuevas que me estaban esperando. Pero unos meses después de esa charla en la que, básicamente, me dijo que era una “conformista literaria”, llegó a mis manos Cosmética del enemigo. Lo empecé con un poco de reticencia y no sabiendo muy bien qué iba a encontrar. Así que, antes de seguir, me metí en Internet para ver qué decía la gente sobre él. Leí una y otra vez estas dos palabras: “obra maestra”. Por lo que me entró un miedo horrible: no sabía si iba a ser capaz de apreciar todo lo que Nothomb me iba a ofrecer en ese corto libro.
Pero, amigos, os diré que por supuesto que fui capaz. Las hojas iban pasando a un ritmo lento mientras mi mente daba vueltas y vueltas, riéndose en más de una ocasión ante el lenguaje irónico de la escritora belga. Esa ironía, ese frivolizar con las cosas más sagradas, fue lo que me enganchó. Sin duda, esa novela no se parecía a nada de lo que hubiera leído anteriormente. Me abrió los ojos a un nuevo género literario del que después he sido muy asidua. Y más que llevarme a un nuevo género, me llevó a un nuevo modo de ver la lectura, a una nueva forma de exigirle a la literatura. Eso es, me llevó a exigir. Así descubrí a Bukowski y después a Palahniuk. Y no sabéis lo agradecida que estoy por haber abierto los ojos.
Así que después de ese primer libro, vino Ordeno y mando, que también me gustó muchísimo pero no tanto como el primero. Y por último, Metafísica de los tubos, novela de la que vengo a hablar hoy.
Mi sensación al abrir el libro y comenzar a leer las primeras páginas es de absoluta sorpresa. Vale, Amélie Nothomb ya era conocida para mí, así que me lo tendría que haber esperado. Pero la verdad es que eso de que compare a Dios con un tubo que todo lo engulle y todo lo caga como si no hubiera nada en su interior que procesara ese alimento, me dejó atónita. Eso me hizo seguir y seguir leyendo. Y cuando lo terminé, unas tres horas después de haberlo empezado, mi cara seguía siendo esa de “¿pero qué narices acabo de leer?”.
Y no me malinterpretéis, porque esa cara, esa de incredulidad, de no saber qué está pasando, es la mejor cara que se te puede quedar después de leer un libro. Porque eso significa que la historia ha puesto patas arriba tu mente, que te ha hecho pensar, dudar, reflexionar… que ha conseguido lo que se proponía.
Pero no os penséis que la historia se queda ahí con esa metáfora de Dios y el tubo, no. Os diré que esta novela está protagonizada por una niña pequeña. Cuando nace, los médicos anuncian a sus padres la mala noticia de que la niña se va a quedar vegetal para siempre. Pero el caso es que aquel bebé no es ningún vegetal; es Dios, ni más ni menos. Así que Dios, que ahora es esa niña que está en la cuna sin moverse, es el que cuenta la historia en primera persona, narrando cómo es la vida en un Japón al que sus padres, belgas, han tenido que emigrar. Y Dios es irónico, listo, perspicaz y muy maduro. Así que resulta raro escuchar hablar a un bebé de apenas un año en un tono que bien podría utilizar un adulto de cincuenta.
Metafísica de los tubos es un libro imprescindible. No puedo decir que me haya gustado más que el primero que leí de esta autora, pero la verdad es que es el culpable de que quiera seguir leyendo más obras suyas. Porque ahora me da miedo perderme todo lo que me puede llegar a ofrecer. Con ella me transporto, es como si Amélie jugara con mi mente a sus anchas y yo la dejara hacer. Y al final es lo que busco cuando leo sus libros: que haga conmigo lo que le dé la gana.
No soy muy de copiar citas, pero en este caso creo injusto no terminar esta reseña sin hacer referencia a un párrafo que me puso los pelos de punta, ya que me hizo reflexionar de una manera increíble. Y es este:
“La mirada es una elección. El que mira decide fijarse en algo en concreto y, por consiguiente, a la fuerza elige excluir su atención del resto de su campo visual. Esa es la razón por la cual la mirada, que constituye la esencia de la vida, es, en primera instancia, un rechazo”.
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