Todos conocemos a nuestros padres, hasta que un día se nos van y nos damos cuenta de lo poco que sabemos de ellos, de sus amigos de la infancia, de sus juegos, de sus propios padres y abuelos, de las alegrías y las penas que salpicaron, o quizá inundaron, sus vidas antes de que naciéramos nosotros. Es la tragedia del desarraigo, un desarraigo que no es el de la tierra, sino el de la sangre. Porque, ¿qué nos une hoy a nuestros tatarabuelos o bisabuelos, de los que no sabemos nada y de quienes, a lo sumo, no nos ha quedado más que un cuadro polvoriento o un reloj que no funciona?
Esta tragedia universal es aún más triste para personas como Natascha Wodin, cuya madre apenas le habló del infierno que vivió en su vida, y que se quitó la vida cuando ella apenas tenía diez años. No sabemos cómo se sintió la autora en aquel momento, ante la pérdida de una madre enloquecida y dominada por arrebatos de violencia, amor apasionado y apatía. Sí sabemos que, como es de esperar, esta pérdida y, sobre todo, el desarraigo del que hablábamos más arriba, marcaron la vida de Natascha, quien medio siglo después de que su madre se tirara al río, emprendió una fascinante búsqueda de la memoria de su madre, Yevguenia.
Con sus atrocidades y genocidios, el siglo XX nos ha dejado los libros de memorias y autobiografías más apasionantes de la historia de la literatura. Las memorias de Arthur Koestler o Amos Oz, los diarios de Mihail Sebastian o Anna Frank, o el libro Los hundidos, de Daniel Mendelsohn, entre muchísimos otros, son testimonio impagable de un siglo marcado por el horror. Pero, a diferencia de los libros de historia, son también constancia de cómo la literatura puede rehacer el vínculo con nuestros antepasados, un vínculo que, para la mayoría de nosotros, se rompe al cabo de un par de generaciones.
Gracias a internet, hoy cualquiera puede seguir el rastro de sus ancestros, algo que hace unas décadas sólo estaba al alcance de gente con dinero y muchísimo tiempo libre. Y así, un buen día del año 2013, Natascha Wodin tecleó el nombre de su madre en google. A partir de ese momento, la autora se adentra en una aventura tan increíble, dura y, en ocasiones, dolorosa, como podría ser caminar desde aquí hasta Nepal.
Como le sucedió a millones de personas, Yevguenia Ivashchenko fue víctima de los dos regímenes más atroces del siglo pasado, el de Stalin y el de Hitler. Un aspecto, sin embargo, de ese horror, el de la esclavitud a la que se vieron sometidos decenas de miles de ucranianos y otros ciudadanos de Europa del Este, ha quedado injustamente empequeñecido y olvidado. Yevguenia, no llegamos a saber si engañada por la propaganda del III Reich o huyendo de una muerte segura en Ucrania, acabó trabajando como mano de obra esclava en la Alemania nazi.
Natascha Wodin, su hija, nació al final de la guerra y creció en uno de los campos que acogieron a millones de personas desplazadas durante los años de la posguerra. Sus experiencias en aquel infierno ocupan la última parte de este maravilloso Mi madre era de Mariúpol, mientras que en las anteriores se nos narra el curso de la investigación por parte de la autora y los terribles avatares que sufrieron Yevguenia y su hermana Lydia. Wodin logra ponerse en contacto con primos cuya existencia desconocía, y descubre lo cerca que estuvo en alguna ocasión de personas que creía muertas. Conocemos a Lydia, desterrada a Siberia por sus actividades antirevolucionarias en unas páginas que nos dejan sin respiración. Asistimos horrorizados a la tragedia del holomodor, cuando Stalin condenó a morir de hambre a millones de ucranianos. Al mismo tiempo, recibimos algunas de las sorpresas que esta búsqueda depara a Natascha con casi tanta alegría como ella. Y finalmente acompañamos a Natascha en los últimos días que pasó con su madre.
Mi madre era de Mariúpol es un libro trágico y hermoso, una estremecedora lección de historia, un inolvidable testimonio del horror del siglo pasado.