Mientras agonizo, de William Faulkner
El viaje, sórdido y épico, de un grupo de personas zafias e ignorantes que encuentran fuerzas en sus motivaciones egoístas para enfrentarse a todo tipo de catástrofes y vencer al destino.
Corre el año 1945 en un Madrid castizo y galdosiano y un jovencísimo Juan Benet comienza a introducirse en el ambiente literario de la ciudad. Lee a Kafka, a Thomas Mann y a Nietzsche, participa en reuniones de café y pronto se convertirá en un asiduo de la tertulia de Baroja en su casa de la calle Alarcón.
Un día, mientras trastea en una librería de la calle San Bernardo, un libro cae al suelo desde el estante y se abre a sus pies. Al recogerlo, Benet lee la página abierta:
VARDAMAN: Mi madre es un pez.
Benet acaba de descubrir a Faulkner. El libro es Mientras agonizo, y ese monólogo de tan solo cinco palabras va a marcar el rumbo literario del que será el más inteligente, innovador y rico narrador de la literatura española de la segunda mitad del Siglo XX. Y el más injustamente olvidado. Pero de Benet hablaremos otro día.
Si a Juan Benet fue el azar o el destino lo que le llevó hasta la obra de William Faulkner, a mí fue precisamente su anécdota de la librería de San Bernardo la que me decidió a leer Mientras agonizo. Hasta entonces miraba los libros de este autor con recelo; su aura de escritor oscuro y difícil y las constantes referencias al empleo de técnicas narrativas complejas me atraían tanto como me desanimaban. Al final fue Benet (cuya fama era aún peor que la de Faulkner) el que, con su episodio del libro caído, me dio el pequeño empujón que necesitaba.
Ya que lo he mencionado, al hablar de William Faulkner parece inevitable referirse al empleo de técnicas narrativas: la corriente de conciencia, el monólogo interior y toda ese amplio muestrario de recursos que Joyce, o el propio Faulkner, perfeccionaron y popularizaron y que posteriormente tantos otros escritores han utilizado, en la mayoría de las ocasiones como si fueran burdos trucos de feria, para tratar de impresionar al lector y, al mismo tiempo, ocultar que no tienen nada que contar.
Pero William Faulker siempre fue por libre. Fue contemporáneo de lo que Gertrude Stein denominó la Generación perdida de la literatura americana (Hemingway, Dos Passos, Fitzgerald), pero su narrativa se situó en el extremo opuesto al realismo de sus coetáneos. Más influenciado por escritores europeos como Proust, Woolf o Joyce que por sus compatriotas, Faulkner importó las vanguardias europeas a Estados Unidos; inspirándose en el Ulises de Joyce, incorporó la “corriente de conciencia” en su cuarta novela, El ruido y la furia, para no abandonarla más.
En realidad, la llamada “corriente de conciencia” no es un recurso narrativo, sino una teoría desarrollada por el psicólogo William James –curiosamente, hermano del escritor Henry James– según la cual el pensamiento del hombre no está formado por razonamientos aislados, sino por un flujo ininterrumpido (incluso durante el sueño) de ideas e imágenes, encadenadas por asociación o por casualidad. Esta línea continua de reflexión, que es una realidad íntima y subconsciente de la mente humana, se intenta reproducir en la literatura mediante “monólogos interiores”, escritos de un modo más parecido a como pensamos que a como hablamos. Para ello, el autor no duda en romper las normas del estilo y las reglas de la gramática, prescindir de los signos de puntuación, abusar de las repeticiones o mezclar el lenguaje más coloquial con alambicadas reflexiones trascendentales. El resultado conduce, en palabras de Javier Marías, otro ilustre faulkneriano, a “los textos tensos y de largo aliento, las frases como torrentes llenas de misterio y de ambigüedad y mezcla, los inacabables párrafos o borbotones” característicos de Faulkner.
Si en El ruido y la furia el peso de la narración recae en los monólogos interiores de los dos protagonistas, en Mientras agonizo el número de voces aumenta hasta alcanzar casi la veintena. La novela está formada exclusivamente por una sucesión de monólogos no necesariamente ordenados en el tiempo, encabezados por el nombre de quien “los piensa”; no existe un narrador que guíe al lector, al que las descripciones y diálogos le llegan a través de los pensamientos de los personajes: un puzle que poco a poco va tomando forma.
Pero para Faulkner la técnica narrativa estaba supeditada a la percepción artística del autor, una herramienta más de las muchas que tenía a su disposición. “Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía, o a colocar ladrillos”. En el caso de Mientras agonizo, por ejemplo, el autor afirmó en varias ocasiones que la estructura del texto y la forma en que debía contarse estaban en sus sueños mucho antes que el propio argumento y que, una vez todo hubo tomado forma en su cabeza, sólo tuvo que juntar las piezas en el orden correcto.
Y las debió unir con muy buen criterio, porque en Mientras agonizo –la mejor novela de Faulkner, a juicio del crítico Harold Bloom– lo que se cuenta y cómo se cuenta están tan bien trabados, se complementan con tanta naturalidad, que parece que hablar de técnicas tiene poco sentido: el lector sólo es consciente de estar ante una novela formidablemente escrita.
Una historia tremenda, vital, épica… ¡Pero a estas alturas aún no les he contado de qué va! Espero que me disculpen; cuando algo me apasiona, pierdo el sentido de la medida. La historia se desarrolla durante los años 20 del siglo pasado, en el sur profundo de los Estados Unidos, en el condado de Yoknapatawpha (un trasunto de la tierra natal de Faulkner, el condado de Lafayette, en el estado de Misisipi), escenario de casi todas las novelas del autor. En este microcosmos nacido de la combinación de la dedicada observación de las gentes y los paisajes de Misisipi y de la imaginación y reflexión del autor, en una ruinosa granja, Addie Bundren está a punto de morir. Mientras aguardan el fatal desenlace, Anse, su marido y patriarca del clan, y sus cinco hijos se preparan para cumplir su última voluntad: ser enterrada junto al resto de su familia en Jefferson, a un día de camino.
Se trata de una familia de poor whites, de blancos pobres: el último escalón de la sociedad sureña, formado por labriegos arruinados, vagabundos, jornaleros; paletos miserables e ignorantes despreciados por los granjeros más o menos acomodados e incluso por los negros.
Seis individuos zafios y grotescos, todos marcados por algún tipo de deformidad –jorobados, cojos, dementes– y un ataúd de fabricación casera se echan al camino montados en una carreta desvencijada, pero el viaje va a estar lleno de dificultades. Faulkner resumía Mientras agonizo con una sencilla frase: “un grupo de personas sometidas a una sucesión de catástrofes, con una motivación simple que les da la dirección”.
Es cierto que los Bundren se van a enfrentar a mil dificultades y peligros para cumplir la última voluntad de la difunta, pero no se oculta al lector que cada uno de ellos tiene su propia motivación, personal y egoísta, para ponerse en camino y llegar a la ciudad. Así, el marido y los hijos de Addie Bundren la siguen utilizando después de muerta como hicieron en vida.
Sustituyendo el heroísmo por una mezcla de tozudez y resignación ante la fatalidad, los Bundren se enfrentarán a todas las calamidades que se interponen en su camino pero, a medida que pasen los días y el final de viaje se retrase una y otra vez, se irán descomponiendo física y emocionalmente del mismo modo que el cadáver de Addie, provocando el desprecio o el espanto de aquellos con los que se cruzan.
No tiene este sórdido periplo el simbolismo que solemos encontrar en la literatura moderna: el viaje interior, la huída, el retorno. Es un viaje primigenio, épico, que remite a la Odisea: la lucha contra las fuerzas de la naturaleza y el destino, sobre las que finalmente triunfa el espíritu humano, aunque sea por motivos mezquinos y egoístas –motivos, a fin de cuentas, a la altura de los horizontes personales de los protagonistas–.
La peripecia de los Bundren para cumplir su promesa no es sino una excusa para que el autor pueda emprender un viaje mucho más arduo hacia el fondo del alma humana. Su sacrificio permite el desvelamiento de las características y valores del ser humano y su rica complejidad. Pero también hay compasión y poesía en el esfuerzo de los Bundren.
“Mi prosa es en realidad poesía“, afirmó Faulkner en alguna ocasión. Dio sus primeros pasos en la literatura como poeta y, en cierto sentido, nunca dejó de serlo. Fue un tipo inquieto y bohemio, un vagabundo que nunca trabajó más de lo necesario para procurarse un techo, algo de comer y suficiente bourbon. Más preocupado por vivir y escribir que por medrar, fue pintor de casas, piloto, administrador de un burdel, bombero, vigilante nocturno, instructor de Boy-Scouts, lavaplatos… En Nueva Orleáns frecuentó a Sherwood Anderson –novelista muy popular entonces, hoy olvidado–. Juntos paseaban por la ciudad cada tarde, conversando con la gente, y al caer la noche se bebían un par de botellas mientras Faulkner escuchaba a Anderson hablar.
Pronto la vida fácil y ociosa de su maestro se le antojó envidiable a Faulkner, así que decidió convertirse él también en novelista. Cuando le comunicó a Anderson que había escrito su primera novela, éste, espantado, le ofreció un trato: haría que su editor la publicase a cambio de que su joven discípulo no le pidiese que la leyera. De uno de los más grandes escritores de todos los tiempos cabía esperar unos inicios más, ¿cómo decirlo?, más relacionados con el talento y la vocación, pero nada en la vida o en la obra de Faulkner es convencional.
Desde entonces a William Faulkner nunca le han faltado lectores, ni en vida (especialmente tras recibir el Nobel en 1949) ni ahora, tantas décadas después de su muerte. Pero teniendo en cuenta su talla literaria me atrevería a sugerir que debería leérsele mucho más. Mientras tantos y tan brillantes escritores reconocen la influencia de Faulkner en su obra -Cabrera Infante, García Márquez, Onetti, Rulfo, Vargas Llosa, Benet sin duda, sólo por citar los que escriben en lengua española-, los lectores muestran una mezcla de desinterés y precaución, tal y como me sucedió a mí en su día, quizá por considerarle demasiado complejo o audaz: un escritor para estudiosos. De hecho, a juzgar por el número de tesis, estudios críticos y monografías sobre su obra, se diría que hay más gente interesada en escribir sobre Faulkner que en leerle. Como dijo Albert Camus: “Si escribes claro tendrás lectores; si escribes oscuro tendrás comentaristas y discípulos“.
Además, para terminar de complicar las cosas, últimamente está de moda –nada escapa a la epidemia de lo políticamente correcto– tacharle de melodramático, machista o etnocéntrico, confundiendo al autor con sus personajes. La realidad es más sencilla: su punto de vista es coherente con la realidad que describe, con su Sur natal, de cuyas gentes e historia es un gran conocedor.
Parece, de todos modos, que sobran argumentos para recelar de la obra de William Faulkner. Entonces ¿por qué leerla?
Desde luego no será por la importancia del autor, ni por la audacia de sus innovadoras técnicas narrativas, ni por su influencia en escritores posteriores. Tampoco será porque lo digan críticos y eruditos, cuyos intereses a menudo difieren de los del lector común.
En cambio, una buena razón será su valentía, porque si los escritores del Siglo XX han tratado de explorar las tierras oscuras y sin cartografiar del alma humana, pocos han conseguido llegar tan lejos como Faulkner. ¡Qué más da la técnica! Es sólo un instrumento más en manos del autor para dibujar el mapa de la complejidad y las contradicciones de los hombres y mujeres.
O también por su profundidad emocional: en sus novelas se percibe el constante conflicto entre el bien y el mal, entre la trangresión y el destino, entre la culpa y la conciencia. O incluso por su prosa rica, sugerente, apasionada.
Pero, sobre todo, porque las obras de Faulkner están vivas, porque palpitan en la mano mientras se leen.
Javier BR
javierbr@librosyliteratura.es
Me ha encantado que recuerdes esa gran frase de Camus: “Si escribes claro tendrás lectores; si escribes oscuro tendrás comentaristas y discípulos”.
Como siempre una gran reseña!
A cada reseña que hace, tengo claro que coincimos mucho en la literatura estadounidense 🙂 Todo un reto leer a Faulkner, llegar al final de la novela cuesta tanto como a los Bundren llegar al final de su viaje 🙂
¡Buena reseña!
Es una gran cita, Susana, y en la mayoría de los casos esta frase de Camus podría ser entendida como una crítica hacia cierto tipo de escritores para los que la “oscuridad” en su manera de escribir es una forma fácil y vistosa de distinguirse o de llamar la atención.
No creo que sea el caso de Faulkner. En sus libros la dificultad formal no es una pose, sino una consecuencia de lo mucho que su prosa se adentra en la conciencia de los personajes, en su ser más íntimo.
Incluso me atrevería a añadir que el elevado número de comentaristas y exégetas de la obra de Faulkner es debido más a la fascinación que causan sus novelas que a la dificultad en su interpretación.
Gracias por tu comentario.
Sí, yo también lo creo. Hay mucho por descubrir en ese camino que va de Faulkner a McCarthy.
Leer a Faulkner es un reto, no lo niego, pero es en los retos donde se obtienen las mayores satisfacciones ¿no? De todos modos, creo que “Mientras agonizo” es una de las novelas más asequibles de Faulkner.
Gracias por comentar, David.
Javier BR es el mejor reseñador de esta página.
¡Sos un grande!
Te cuento, tu reseña, aunque sea larga, no es para nada difícil de leer; todo está perfectamente escrito, coordinado, me faltan palabras para definir la calidad de tu reseña; además, aprendí mucho sobre Faulkner, del que sí sabía que era un hombre al que idolatra García Márquez; intenté leer “El ruido y la furia” hace unos años y no lo logré, me costó mucho, y supe que no estaba preparado aún; tu reseña me recuerda que tengo pendiente intentarlo de nuevo.
Saludos!!!
Pues si quieres volver a intentarlo con Faulkner, te aconsejo que pruebes con este libro. Merece la pena el pequeño esfuerzo que supone entrar en su mundo.
Gracias por tu comentario, Roberto.