¿Qué somos? ¿Un conjunto de recuerdos o aquello que olvidamos? Hablamos durante infinidad de tiempo, convertimos en historias grandes pequeños detalles que parecen no tener importancia, insignificancias que, al final del día, son las que se clavan en nuestra memoria, en la retina del tiempo, en la cuenca vacía de un ojo que permanece imperturbable, rígido, observante de aquellos silencios que producimos y de otras palabras que se atascan. Pero, ¿qué narices somos? ¿Aquello que podemos describir como si lo estuviéramos viviendo o, por el contrario, la capacidad de olvidar todo lo que nos duele? Mil dolores pequeños podría convertirse en una respuesta, puede que sumada a otras preguntas, sobre lo que somos o dejamos de ser en un mundo que es tan complicado como asesino. Porque no hay que olvidarlo: matamos nuestras ilusiones, rebanamos su pescuezo con cuchillos imaginarios, mientras la realidad se mezcla a la perfección con lo imaginado, con lo que fue y no fue, con las diferentes versiones de aquellos que nos quisieron y que nos odiaron, a los que amamos y los que hoy nos producen una – fingida – indiferencia, de ser y no ser, de estar y no estar, de vivir y morir. Parece como si nosotros nos moviéramos en un continuo intentando tocar, siempre, los extremos. Y lo hacemos, aunque ese acercamiento suponga que estalle, como a mí me gusta decir, la bomba que todos llevamos dentro.
¿Puede decirse de qué trata Mil dolores pequeños sin parecer que estás destripando todo el argumento? Es una pregunta trampa, yo lo sé, pero Pablo Escudero Abenza ha creado una obra de muy difícil explicación. En la forma no deja de ser un recordar lo que otros han olvidado, una imposibilidad – como le sucede al protagonista de esta historia – de eliminar los recuerdos que se agolpan en su cerebro sin poder evadirse de ellos. Pero en realidad, en ese fondo que puede descubrirse mientras vamos levantando las capas que están envueltas con las letras, nos damos cuenta de todo aquello que no nos cuenta y que pone el lector de su propia cosecha. Porque esta obra nos discute, nos grita, nos despereza y no zarandea, nos golpea como una piedra tirada con puntería a la cabeza, nos aprieta el corazón y nos rompe cierta coraza, nos agarrota en algunos capítulos ese sentimiento hacia nuestros padres, hacia el pasado que nunca debe volver y que, si lo hace, es simplemente para rematarnos. Porque los recuerdos no son sólo benévolos, también pueden ser malvados, como el villano de un cuento que no deja de perseguirnos. Una obra dramática, sí, pero también llena del cariño que, al aparecer, nos entumece. Pequeños fragmentos de recuerdos y viajes a ninguna parte, a ese país inventado donde quizás todos los escritores se mueven y nosotros no podemos verlo.
Mil dolores pequeños ha sido una sorpresa. Y vuelvo a ser consciente de que esto parece una trampa, una frase manida para que la gente se acerque al libro, pero no dejará por ello de ser más verdad. Fue una sorpresa porque no me esperaba la dureza, fue una sorpresa porque no estaba preparado para el dolor, fue una sorpresa porque no quería saber y al hacerlo me vi envuelto en una pátina de desesperación. No quiero decir con esto que lo que ha hecho Pablo Escudero Abenza nos deje un mal sabor de boca o nos deje para el arrastre. ¿Es dura su obra? Lo es por lo que contiene, por lo que nos dice y sobre todo por lo que no nos dice, por eso que permanece invisible y que es lo que más escuece. Y debo decir que no estaba preparado porque quizá me esperaba otra cosa, porque mi vida lectora necesitaba otro tipo de lecturas más livianas. Pero me alegra haberlo encontrado, haberlo disfrutado, haberme visto despedazado por todo lo que hice y dejé de hacer. Porque a veces, junto a las preguntas, están las respuestas que uno no busca pero que encuentra aunque tengan el dolor incrustado.