Un grupo de escritores y escritoras de nacionalidades diversas se congrega en un resort junto al mar, en Suecia. Han sido invitados al premio Basske-Wortz, el mejor dotado de las letras europeas, que se entregará a alguien del grupo al final de unos cuantos días de “residencia”. Nuestra protagonista, Mona Tarrile-Byrne, llega desde Estados Unidos, es peruana y tiene la piel oscura. Como admite en el primer capítulo, nunca se le hubiera ocurrido definirse como indígena, pero “las universidades compartían valores esenciales con los zoológicos clásicos, donde la diversidad marcaba su atracción y prestigio”. Después de una buena primera novela, su etnicidad le ha abierto las puertas de Stanford, ha publicado con éxito en Francia y pasea por festivales de medio mundo.
Acaso la más realista de todos los presentes, Mona asume desde un primer momento que sus posibilidades de ganar el premio son escasas. Eso le permite deambular por el festival tratando de pasarlo bien, sin más, e intentando olvidar que, antes de llegar al idílico paraje preparado por los suecos, algo que se oculta al lector ha sacudido su vida con fuerza.
Mona (la novela) tiene algo de “Diez negritos” durante bastantes páginas, un aire de thriller no con la intriga alrededor de un asesinato sino en torno a quién resultará ganador del premio. Los invitados se nos van presentando en la mirada de Mona (la prota) y, mientras pasan los días hasta el veredicto, escriben y se imparten charlas los unos a los otros, pero también se miden continuamente, hacen sus apuestas, se emborrachan, se tocan en la sauna y, en fin, hacen todas esas cosas que se hacen en aquelarres de letraheridos y campamentos de verano, que lo mismo da. Incluso creo que en algún momento alguien saca una guitarra.
Más allá del suspense y los tocamientos, el texto se convierte en un tratado de la impostura literaria en el que con mucha ironía y toneladas de mala leche, Pola Oloixarac se ríe de todo y de todos. Y ni siquiera le hace falta que su protagonista emita juicios de valor: las charlas tipo TED que salpican el encuentro le sirven para que cada representante se retrate.
Porque la escritura concebida como arte tiene vocación de trascendencia. En teoría se escribe para ir más allá, para encontrar caminos nuevos en el pensamiento, dotar de voz a un grupo étnico o social, conseguir llegar al alma de los lectores. Sin embargo, la sociedad particular que es el mundillo literario crea unos personajes nada alejados de los que podríamos encontrar en, por ejemplo, Gran Hermano. Puesta sobre ellos una lupa con bastantes aumentos, aislados para que solo se relacionen entre sí, las dinámicas que producen esas relaciones son similares a las que puede producir cualquier otro grupo de humanos. No es nada que no supiéramos, y de hecho el estudio del ecosistema de los festivales literarios es algo que recientemente ya había sido abordado (Rachel Cusk lo hacía en Prestigio), pero nunca está de más que nos lo recuerden.
A la propuesta de Pola Oloixarac le falta un poco de tensión y le sobra un final atropellado que deja un regusto extraño al terminar la lectura. En una broma metaliteraria, podría decirse que consigue con Mona la obra que en medio de esta novela rechaza su editora francesa. Pero sería injusto quedarse solo con eso. No puedo negar que me he reído con ganas durante algunos pasajes y que muchas de las diatribas que sueltan los personajes, convencidísimos de su elevación por encima de los mortales, me han parecido de los análisis más acertados (y acerados) que he leído sobre la literatura actual. Así que aunque no creo que este caballo de Troya vaya a provocar una revolución narrativa, al menos me sirve para confirmar que Pola Oloixarac sigue teniendo algo en la punta de la lengua a lo que merece la pena echar un vistazo.
Mona, de Pola Oloixarac
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