Puedes obtenerla si un rayo cae en el laboratorio en el que trabajas. Caprichos del azar. O tenerla por pertenecer a una raza extraterrestre y que esa particular habilidad no sea nada del otro mundo en tu lugar natal pero que en la Tierra resulte ser poco menos que increíble. También puedes conseguirla si un mago te obsequia con un conjunto de poderes y, entre ellos, se encuentra esa capacidad. Magia de la buena; sin trampa ni cartón. Haberla conseguido por herencia genética; sí, una opción tan válida como otra cualquiera. O, simplemente, haber nacido con el don porque algo en tu interior mutó. ¡Dejen paso a la evolución! O ser un dios; por supuesto, si eres un dios das por sentado haber sido agraciado con la súper velocidad. ¡Qué menos! Pero alguien ha ingeniado una nueva forma de correr más rápido que un bólido. ¿He dicho un bólido? ¡Más que un jodido avión supersónico! Y quién sabe, tal vez hasta más rápido. Rompiendo todos los récords, destrozándolos hasta pulverizarlos. Haciendo fosfatina la barrera del sonido en lo que dura el latido de un corazón. Mach 10, o lo que se tercie. Ahora, y a un precio muy asequible, la tan ansiada súper velocidad viene contenida en una insignificante pastillita. Una gragea similar a la que es capaz de ejecutar, sin compasión, el dolor de cabeza, pero con las propiedades para convertirte en el ser más rápido sobre la faz de la Tierra. Diseñada y elaborada, exclusivamente para ti, en los laboratorios Mark Millar. ¿Su nombre? MPH.
No debería extrañarnos que Mark Millar utilice las drogas como medio para otorgar súper poderes a sus “héroes”. Acostumbra a hacerlo, a transgredir las normas establecidas y a eludir los clichés del cómic de superhéroes. En Kick-Ass convirtió en el azote de los villanos a un friki con un traje de buzo. En Némesis nos mostró como sería alguien como Batman si hubiera decidido pasarse al bando de los malos. Pero si hasta se atrevió con el niño bonito de DC, Superman, en Superman: hijo rojo, convirtiéndolo en el estandarte de la Unión Soviética. En MPH pone a disposición de unos marginados, unos chavales que malviven en Detroit, un poder para cambiar su suerte; su destino. Sin trabajo, sin esperanza y con la única forma de buscarse la vida que trapicheando y delinquiendo éstos decidirán, tras conseguir la súper velocidad, que lo más correcto es… seguir delinquiendo pero a más velocidad. “Nos sentíamos tan bien robando a todos esos peces gordos que habían mutilado Detroit…” ¡Toma ya!
Pero no todo será pegarle palos a los bancos dejando a los más ricos con cara de bobos. Mark Millar guarda varias sorpresas jugosas y algún que otro giro que, sin ser una novedad en el mundo de los velocistas capaces de correr sobre el agua, resultan ciertamente atractivos al hallarse en el punto clave de la historia. Además de esto, dispara a bocajarro unas cuantas críticas, tanto las implícitas a lo largo de la historia como las más explicitas, al capitalismo más despiadado. “Nos lo quitaron todo, convirtiendo una potencia industrial en un sitio del que la mitad escapaba, dejando más de ochenta mil casas vacías”. Correr, entonces, se convierte en la forma de ajustar cuentas, de tomarse la justicia por su mano. “Si la ley hace la vista gorda, nosotros creamos nuestras propias leyes”. Correr por venganza. Castigar por venganza. Robar por venganza. En 2015 El 1% más rico tenía tanto patrimonio como todo el resto del mundo junto. Así pues, ¡qué carajo!, seguro que empatizáis con Roscoe, Rosa, Chevy y Baseball. A no ser que pertenezcáis a ese 1%.
La parte gráfica de MPH corre (y nunca mejor dicho) a cargo de Duncan Fegredo. Su trazo grueso, muy duro y recargado de sombras, cumple sobre todo en las escenas de acción. Escenas que gozan de menos (no muchos menos, ojo) violencia y litros de tomate frito de lo que Millar nos tiene acostumbrados. Mostrar la súper velocidad en una película (me viene a la mente la escena de Quicksilver en X-Men: Apocalipsis) en la que se puede jugar con el movimiento, o con la falta de éste, es mucho más fácil que hacerlo en una viñeta. Por ello Fegredo tira de ingenio para, mediante algunos trucos de dibujante, transmitir al lector, con bastante atino, las sensaciones de aceleración: cubrir el cuerpo del corredor de rayos y centellas, multiplicar su presencia para dar la sensación de ubicuidad, o incluso moldear los elementos dependiendo de la velocidad (como las gotas de agua, convertidas en esferas cuando el paso del tiempo se observa desde la perspectiva de los protagonistas). El lector por su parte debe comprometerse, para que el conjunto funcione, en poner algo de imaginación (la cual cosa, en mi caso, nunca resulta una tarea ardua). En especial en las escenas en las que el mundo corriente se detiene y el velocista novato se pasea preguntándose por qué cojones todo el mundo está parado.
Voy a ser honesto: MPH no es de las mejores obras de Mark Millar, pero, para ser también justo, debo decir que el autor tiene en su haber obras sublimes, cómics que son verdaderas joyas, ergo es complicado que siempre alcance esas cotas de calidad. Eso solo significa que MPH es un buen cómic. Un cómic con una buena historia y un dibujo acorde. Un cómic que hará las delicias de cualquier aficionado al género y que se lee en lo que dura un chasquido de dedos. Un cómic que engancha, como lo hacen las pastillas MPH. Pastillas que vienen sin instrucciones que leer atentamente y que, en caso de duda, no es necesario consultar con tu farmacéutico. ¡Solo ingiérelas y corre!