Los amantes de la Edad de Oro británica de la literatura policíaca y de misterio recibirán con agrado la reedición de obras seleccionadas de uno de los autores de esa época menos conocidos en España: Michael Innes. Concretamente, la editorial que ha tenido la feliz iniciativa, Siruela, ha empezado por el primer caso de su protagonista habitual, el inspector Appleby: Muerte en la rectoría o, como se ha dado en titular en otras épocas, Los siete sospechosos.
En principio, el segundo título me pareció más sugerente, pero no tardé en darme cuenta de que era mucho menos idóneo que el primero. Y es que, como el lector notará inmediatamente, la lista de sospechosos es alargada. Más de lo que da a entender ese título alternativo y, desde luego, mucho más que en cualquier novela de misterio de los contemporáneos más famosos de Innes. Y aquí debemos lanzar las primeras flores a nuestro autor de hoy, porque, si ya es difícil manejar con soltura y ecuanimidad un grupo de tres sospechosos, el mínimo exigible, imagínense ustedes qué maestría (o eficacia a la hora de llevar notas y consultarlas -me refiero al escritor, obviamente) no requerirá gestionar la pila de sospechosos que Michael Innes se saca de la chistera.
La cosa se complica, y mucho, cuando, tal como pregona el título oficial, encontramos que este misterio tiene lugar en una rectoría y, para ser más precisos, en un college o universidad cien por cien británica, Saint Anthony, trasunto de Oxford y quizá también de Cambridge (Innes conoció perfectamente esos ambientes tan selectos, tan académicos y tan británicos debido, en parte, a que fue docente en Oxford). Podemos suponer -y acertaremos- que los principales sospechosos son académicos y profesores (aunque también hay un mayordomo, como no podía ser de otra forma), y que las pesquisas tienen lugar en el propio campus donde se ha cometido el asesinato (la víctima es, en efecto, el rector, el profesor Umpleby). Innes hace una labor meritoria al presentarnos a los sospechosos de forma individualizada y, casi siempre, subrayando algo acerca de ellos que ayude a diferenciarlo de los demás. No siempre lo consigue, justo es decirlo, aunque, a medida que avanza la lectura y nos familiarizamos con los personajes, probablemente iremos fijando nuestra atención en algunos de ellos, olvidando a los demás. El puñado de personajes que más espacio de la novela ocupan quedarán cada vez más perfilados a nuestros ojos, e Innes acierta al hacerlos protagonizar acciones o pronunciar palabras que llaman ciertamente la atención y que resultan, cuando menos, excéntricas, llamativas o directamente… sí, digámoslo: sospechosas.
Si para algunos novelistas de misterio la clave de la resolución de éste se halla en la personalidad y en la vida de la víctima, en Muerte en la rectoría sucede justamente lo contrario. La figura de la víctima, el rector Umpleby, con excepción de algunas pinceladas que son, en realidad, de gran interés psicológico, queda bastante difusa.
El porqué debemos buscarlo en el estilo de Michael Innes, quien concebía sus novelas de misterio como un juego, un armazón perfectamente construido, un acertijo que proponía al lector. Y es aquí donde, sin más demora, debemos advertir de que Muerte en la rectoría es una historia compleja. Sumamente compleja. Desorientadora y liosa en grado máximo. Y esto significa que incluye, sin que la lista sea exhaustiva, mapas; un enorme número de personajes; descripciones de ubicaciones, direcciones, lugares y emplazamientos; relatos pormenorizados de lo que casi todos aquellos personajes hicieron o dejaron de hacer en la noche de autos; comprobaciones de tales relatos; interrogatorios (más bien conversaciones de mucha etiqueta y no poco interés académico y hasta filosófico, si en eso estamos); subtramas protagonizadas por tres estudiantes tipo de St. Anthony; señuelos y pistas falsas para el lector; ramificaciones de la trama principal, con descripciones bucólicas -si bien breves- del paisaje y el entorno del St. Anthony… Muerte en la rectoría es una lectura para llevar a cabo con relajación y, si puede ser y se es ese tipo de lector, con bloc y bolígrafo a mano para que todos los cabos acaben bien atados.
Añádase a lo anterior que Innes escribía bellamente y sabía cómo hacerlo. Pero no es la suya, al menos no en Muerte en la rectoría, una escritura de belleza lírica (que también puede serlo en contados momentos de indulgencia), sino de belleza lingüística. Es, en otras palabras, la belleza -de raro hallazgo, sobre todo hoy en día- que irradia la escritura de alguien que domina el idioma a la perfección; más aún, que lo tiene domesticado. Cierto es, probablemente, que el autor emplea una página entera en contarnos lo que podía habernos contado en un párrafo de cinco líneas, pero es que ahí está el Innes académico, el Innes intelectual, que también tiene derecho a asomarse a su obra, y en buena hora.
No es Michael Innes un autor de personajes, sino de tramas. Con todo, su retrato psicológico de otros personajes -incluso de algunos perfectamente irrelevantes para la trama principal, aunque esto sólo lo sabremos al terminar el libro- revela finura y grandes dotes de observación psicológica, así como de retratista literario. Inevitable demorarse algo más de la cuenta en algunos trazos que delatan el carácter oscuro o solapado de algunos de los sospechosos, o en determinadas observaciones que hace Appleby (no diremos si acertadas o no, para no estropear el misterio a los lectores, pero sí de indudable interés y sutileza).
Un rasgo muy importante de Muerte en la rectoría es también el humor. Un humor que no hace reír a carcajadas, por supuesto, sino sonreír con admiración o con complicidad, o con ambas (¿humor académico, puede ser?). Leerlo es como escuchar hablar a un profesor erudito de Oxford, figura ya estereotípica que Innes retrata en ocasiones con comicidad y en ocasiones con un deje que sospechamos autoparódico; y es que uno de los personajes es un alter ego del propio Innes, amable y simpático a su manera, un poco pedante y bastante seguro de sí mismo (hablamos del personaje, claro).
Muerte en la rectoría es una novela muy británica, con ese humor que ellos llaman “seco” y nosotros llamamos “humor inglés” (aunque Innes fuera escocés; dejémoslo en “humor británico”, o humor de un escocés a gusto con su identidad británica). Y la solución, ¡qué decir de ese monumento literario a los juegos malabares y a la ocurrente inventiva de los grandes maestros del suspense! Innes juega aquí a dilucidar la fina línea entre lo improbable y lo imposible. Y, en realidad, llegados a ese punto (el punto final), poco nos importa que la resolución haya sido una concatenación de circunstancias casi casi inverosímiles. Porque la novela es tan, pero tan elegante, tiene tanta clase, y es una exhibición tal de dominio del lenguaje, que nada podemos reprocharle a su autor. Pensamos, al final, que es una de esas novelas que ya no se escriben, no sólo por combinar entretenimiento con calidad literaria, erudición clásica y una elegancia que para su lord investigador habría querido la mismísima Dorothy L. Sayers, sino porque constituye un ejemplo de novela policíaca que hace sonreír, que exuda finura y gusto por las cosas y cuyo verdadero espíritu y meollo no reside en la narración de una investigación de asesinato, sino en las juveniles conspiraciones de esos tres eruditos estudiantes cuya ilusión por la vida y ganas de vivirla se contagian desde las páginas y son un eco precursor de ese Carpe diem tan vitalista, pero a la vez tan solemne como un gran college inglés (o británico).