Es peligroso comenzar una lectura con las expectativas altas porque así es más fácil decepcionarse. Desde que acudí a la presentación de Nefando, donde oí a la autora, Mónica Ojeda, una ecuatoriana de apenas veintiocho años, reflexionar sobre el arte, la moral o la maldad, tenía unas ganas tremendas de leer esta novela. «Como esta mujer escriba la mitad de bien que habla, madre mía, qué joya», pensé. Y no me equivoqué, si acaso, me quedé corta.
El título de esta novela no engaña: habla de cosas indignas y repugnantes que causan horror. Sus personajes hacen alegatos a favor de la pederastia o encuentran placer en el maltrato animal. Muchos lectores se escandalizarán por su contenido o se negarán a adentrarse en él, y esos se estarán perdiendo un libro valiente e imprescindible, una rareza de la literatura que, afortunadamente, la editorial Candaya se ha atrevido a publicar.
Nefando es una obra diferente, tanto en fondo (se adentra en infinidad de temas tabú) como en forma (muy lejos del clásico planteamiento-nudo-desenlace); nunca he leído nada igual. El punto de partida de la trama, o la excusa, es Nefando: viaje a las entrañas de una habitación, un videojuego en línea poco conocido y pronto eliminado de la red a causa de su contenido sensible, y los capítulos de la novela se centran en los seis jóvenes que compartían el piso donde se gestó dicho juego: tres ecuatorianos, dos mexicanos y un español. Pero, en realidad, Nefando es una reflexión filosófica sobre el lenguaje como arma para entender el mundo y enfrentarse a él, sobre el arte como medio de expresión o sobre los límites de la moral.
«No sabía muy bien lo que quería escribir, pero escribía para saberlo», dice uno de los personajes en un momento dado, y eso mismo reconoció Mónica Ojeda durante la presentación. Es evidente que en la obra expresa sus obsesiones, en un intento de dar respuestas a las preguntas que le acucian.
No voy a negar que Nefando es una lectura difícil, porque saca toda la inmundicia de nuestro mundo a flote y la expone sin pudor, y enfrentarnos a ella no es agradable. Pero que algo no sea agradable no significa que tengamos que ignorarlo, porque aunque cerremos los ojos, seguirá estando ahí. «Los poemas no son agradables, al menos no los que son buenos. La poesía que realmente merece la pena es la que te deja caer», es otra de las frases de la novela, y le viene como anillo al dedo. Nefando no es agradable, por eso su lectura merece tanto la pena: te deja caer, te vuelve del revés. Cumple el objetivo esencial de la literatura, ese que cada vez es menos frecuente.
Nefando habla de temas horribles y, sin embargo, me parece una obra de extraordinaria belleza. Ojeda también es poetisa y eso se nota en sus frases, que atraviesan la piel. Hace tal despliegue de recursos narrativos y de adaptación del lenguaje a cada personaje, según su nacionalidad y condición, que no me queda otra que rendirme a sus pies, porque un virtuosismo así no se ve todos los días.
Por mucho que nos incomode, Nefando no habla de monstruosidades, sino de humanidades, porque «lo repulsivo merecía ser articulado, alguien debía ensuciarse en el lenguaje para que los demás pudieran verse». Ojeda lo ha hecho porque necesitaba expresar sus obsesiones, quizá para liberarse de ellas. Espero que no lo haya conseguido o, por lo menos, que le surjan otras, para que sienta de nuevo la imperiosa necesidad de buscar las palabras exactas para plasmarlas sobre papel. Así, nosotros, los lectores, podremos seguir disfrutando de obras como esta: que no dejan indiferente, que remueven, que desasosiegan. Que son pura literatura, al fin y al cabo. Una mentira llena de verdad. Una joya.