Ni siquiera los perros, de Jon McGregor
Cómo escribir sobre el dolor de lo que no se puede ver. Podría estar ahí. En cualquier parte. En las letras de las palabras o en los signos de puntuación. O en una de esas terapias de grupo donde todos se mienten y cuentan tragedias que no existieron nunca para justificarse. Porque esto, las charlas, siempre se trata de lo mismo. De inventar razones para que los demás, los de las vidas ordenadas de ahí afuera, duerman tranquilos. Así que nadie dice que en realidad todo fue bien. Que fue solo la apatía. O una inmensa tristeza. O el desgaste. O las pocas ganas. Sí, sobre todo las pocas ganas. No hablan de manos huecas o risas enganchadas a la vía del tren. Ni del tiempo avanzando de prisa. Devorándoles. O de las malas decisiones. Solo era eso. Una tras otra. Esa incapacidad de encontrar un hueco donde encajar. Pero ellos no lo cuentan. Todos se guardan la verdad. La que tira por debajo de la piel, hueca, que no protege. Tendría que hacerlo. Tendría que volverse de hormigón y evitar que según qué cosas dolieran.
Ni siquiera los perros (Even the Dogs en el original) es el acertado título que le da Jon McGregor a esta novela, la tercera que escribe, en la que centra la atención en una serie de personajes adictos a las drogas y al alcohol, vulnerables, que buscan como sea el contacto de otra piel. En ella Robert Radcliffe desearía sentir cualquier tipo de cosas, aunque fuera el dolor. Pero es diciembre y él está muerto y no hay nadie allí. Nadie que le vea. Nadie que le escuche, aunque tampoco le lleguen las palabras para contar su verdad, encerrada en el fondo de una botella vacía de whisky.
Poco a poco el relato, acordonado por la policía y diseccionado por un forense, se va llenando de personajes, conocidos, amigos o familiares del difunto, que han acudido a contemplar la escena o a acompañarle mientras le evocan y reconstruyen sus últimos momentos, tratando de averiguar qué ocurrió con Robert. La narración crece en torno a ellos, que se van cediendo la palabra, como en uno de esos grupos de terapia, pero contados por una única voz. Todos tienen sus razones de haber llegado hasta allí, pero eso es lo de menos. Lo que importa es cómo se sienten ahora, cómo, por encima de todo lo demás, les pueden las ansias por colocarse y no pensar. O casi. Porque también les vence esa sensación fría de que nadie sea capaz de atravesarles la piel y llegar a ellos.
Si bien es cierto que Ni siquiera los perros a veces roza algunos lugares comunes, su lectura es un auténtico placer gracias a la sensibilidad del escritor inglés, que juega con los signos de puntuación, los tiempos y las palabras hasta acabar construyendo una poderosa voz narrativa que viene y va, que se interrumpe, que crece, que vuelve, a veces, con frases inconclusas que parecen saltos al vacío. La caída es dura pero al fondo se despliega una red delicada de palabras.
McGregor trata con sumo cuidado, sensibilidad y empatía a cada uno de sus personajes. Tanto como para buscarles un lugar en su novela. Una especie de justicia, la de devolver a las personas al sitio que les pertenece. Un rincón plagado de lirismo, a veces cruel y otras emotivo, como siempre que escribe este autor que como ya demostrara en Si nadie habla de las cosas que importan, va siempre a lo defectuoso, a lo que ocurre cuando este sistema imperfecto de sociedad se limita a dar la espalda.