Hay novelas que se llevan todos los esfuerzos de marketing de una editorial. Las grandes apuestas de la temporada exigen un poco más de mimos a la hora de promocionarlas. Son los hijos pródigos, los cachorros fuertes de la manada. Otras historias, sin embargo, no corren la misma suerte. Dependen en gran medida de sí mismas, de la arbitrariedad de que alguien acabe encontrándolas y decida hablar por ellas. Con el volumen ingente de lanzamientos que se acumulan en las librerías cada mes, estos títulos menos llamativos a priori desaparecen a las dos semanas y uno nunca supo que una vez ocuparon una posición en la balda de novedades. No quiero que eso ocurra con No hables. He visto poco movimiento en las redes con la novela de Uzodinma Iweala, que publicó Alianza de Novelas a mediados de octubre. Y no me parece justo. Este libro bien merece una segunda oportunidad si lo has pasado por alto. Porque la de Iweala es una historia que trasciende el concepto de novedad para hablarnos de una historia que todos conocemos porque nunca ha dejado de estar vigente: el complicado viaje hacia el descubrimiento de quiénes somos y cuánto tenemos que pagar para obtener dicha revelación.
Niru, un adolescente de origen nigeriano en su último año de instituto, lo tiene todo para triunfar. Ha sido seleccionado para entrar en Harvard, es la estrella del equipo de atletismo y sus padres le han dado una educación católica que lo convierten en un hijo irreprochable. Nada de alcohol, nada de drogas. Un futuro prometedor por delante si todo sigue como hasta ahora. Sin embargo, una ventisca lo cambia todo. Cuando se refugia de la tormenta en casa de su amiga Meredith, una declaración de amor totalmente fuera de lugar le lleva a darse cuenta de que es gay. A partir de este momento, una serie de circunstancias hará que la estabilidad de la que hacía gala su vida se tambalee y todo cambie para siempre. Una crisis familiar, una crisis de fe, una crisis personal. Los golpes metafóricos y reales se van acumulando sobre el rostro de Niru mientras intenta conciliar su nueva realidad. Los demonios internos se alían con los del Antiguo Testamento para no ponérselo fácil. Porque la novela no se anda con rodeos para mostrarnos la influencia perniciosa de la religión cuando ésta decide inmiscuirse en temas en los que no debería tener ni voz ni voto. En las poco más de 200 páginas que contiene la novela, vemos una lucha encarnizada entre los sueños que habíamos planificado para nuestra vida y los hechos que nos han tocado vivir. Sobre todo cuando las cartas que ha recibido Niru al nacer, ser afroamericano y homosexual, juegan en su contra en una sociedad norteamericana no tan progresista como dice ser.
Iweala conjura y contrapone dos mundos: su Nigeria natal, anquilosada en tradiciones de fuerte carácter religioso; y Norteamérica, cuyo supuesto desarrollo no le impide construir relaciones basadas en prejuicios raciales. El autor coloca a su personaje en el epicentro de una batalla política, incluso cuando el tema es algo tan personal como su orientación sexual. Y nos recuerda constantemente que la relación entre lo privado y lo público no deja de retroalimentarse, condicionando el desarrollo de cómo entendemos hoy nuestras relaciones con nosotros mismos y nuestro propio cuerpo. Además, nos habla sobre el poder que los demás deciden ejercer sobre nosotros y sobre cómo consiguen modificar nuestra toma de decisiones. Niru representa la posibilidad de que nuestra herencia venga contaminada con ideas preconcebidas de lo que deberíamos ser. La realización de que el grupo de origen y el grupo de referencia de una persona puedan ser la cara y el envés del mismo infierno. Y es que hay un momento mágico en la historia de Iweala en el que Niru tiene que romper con todo aquello que intenta hacerle daño, aunque venga bajo la forma de su familia, sus creencias o su visión sesgada del mundo.
Desde que Chimamanda Ngozi abriese las puertas de un nuevo mundo de origen africano con su novela Americanah, no han sido pocos los autores que han aportado su granito de arena a un imaginario colectivo que, lejos de ser una moda, se ha ido expandiendo hasta convertirse en una realidad que no diré nueva porque siempre estuve ahí, esperando a ser reconocida. Iweala no defrauda al ir un paso más allá en este universo al hablar de raza y homosexualidad, limando a la perfección las aristas que podrían traer consigo ambas realidades al ponerlas juntas bajo el mismo foco.
Si algo me ha fascinado de No hables es el entendimiento de que existen multitud de rasgos a través de los cuales nos definimos. A la pregunta ¿quién eres? son numerosas las respuesta que podrían darnos un reflejo fidedigno de la persona que tenemos delante, pero ninguna de esas respuestas sería concluyente. Porque sólo con el sumatorio de todo lo que llevamos dentro podríamos acercarnos a una verdad que valdría la pena transmitir. Podemos decir que Niru es gay del mismo modo que podemos decir que es afroamericano. Pero las capas de identidad seguirían llegando, ambas definiciones del protagonista serían sesgadas. Porque uno aprende con esta novela que estamos en constante evolución, descubriendo facetas nuevas, reversos oscuros y claros luminosos que emergen y se manifiestan ante el estímulo más insospechado. Y quizás es ahí donde reside el gran aporte de esta novela: que al responder a ciertas preguntas estamos dando forma al tiempo que nos ha tocado vivir.