En muchos pasajes de Ohio, la primera novela de Stephen Markley, se intuye una enorme voluntad de trascender. Markley sabe que cuenta algo interesante, que es el momento de hacerlo, y que ha escogido los personajes adecuados. Pero a veces se nota que es demasiado consciente de ello. Es el principal pecado de lo que, más allá de eso, resulta un excelente debut. Si no tratase de deslumbrar tanto, si no tuviera ese punto excesivo en su prosa, el de aquellos que escriben rematadamente bien y tienen tanta necesidad de enseñarlo que no se contienen, esta podría ser sin duda la novela generacional que parece a ratos.
Ohio transcurre en una noche y, a la vez, en una vida entera. Más bien en cuatro. Las de los cuatro protagonistas, cuatro personajes al borde de la treintena que coinciden de vuelta en su ciudad natal, New Canaan. Un lugar casi anónimo, olvidado en los bordes del Rust Belt de los Estados Unidos, que es lo mismo que decir olvidado donde la espalda de la nación más poderosa pierde su nombre. Una mierda, vamos. Bill, Stacey, Dan y Tina, de manera consecutiva, van apareciendo en escena como personajes de una comedia griega, de aquellas en las que los mismos actores hacían todos los papeles, y cuentan cómo ha transcurrido su vida en los últimos doce o trece años. Bill Ashcroft trae un misterioso paquete por cuya entrega ganará algo de dinero después de renegar del activismo medioambiental; Stacey Moore llega para encontrarse con la madre de su primer amor, Lisa, que destrozó su vida rechazando lo que había entre las dos; Dan Eaton regresa de Irak, vivo pero tocado; Tina Ross sufre el amargor de no haber dejado el nido jamás y el recuerdo de una experiencia traumática. Sus idas y venidas en una noche caótica constituyen la sustancia narrativa de la novela; se acercan, se cruzan, y con cada encuentro surge un recuerdo más, otra pieza del puzle que nos llevará a conocer cómo han terminado de esa manera.
Ohio es una explicación desde la ficción al ascenso de Donald Trump, al auge de la extrema derecha, al hecho de que la esperanza de vida en Estados Unidos se encuentre bajo mínimos. Retrata principalmente el descontento de los adolescentes del 11S, aquellos que un día sentían que iban a dominar el mundo al terminar su baile de graduación y se encontraron a la mañana siguiente con una lluvia de miedo golpeando sus puertas y dos groseras guerras consecutivas a las que no fueron más que a perder. De modo certero, Ohio testifica que prácticamente no hubo manera para aquellos chicos de escapar. Tanto los protagonistas como quienes los rodeaban en aquel momento, también personajes principales de la novela, adoptaron toda serie de estrategias. Los que huyeron y se dedicaron a ver mundo regresaron con una mano delante y otra detrás. Quienes se quedaron son poco más que supervivientes en un apocalipsis zombi. Aquellos que se dedicaron a la militancia desistieron, y no les va mejor a los que abrazaron el supremacismo blanco y no hacen más que ver fantasmas en cualquier esquina. Todos ellos probaron las drogas, en lo que ya ha sido bautizado como la epidemia de los opiáceos, y no les funcionaron. Pero tampoco el sexo, las religiones, el ejército ni cada uno de sus opuestos.
Stephen Markley sostiene casi seiscientas páginas de reflexión sobre dos o tres tramas que confluyen en un final explosivo. Le cuesta avanzar, demasiadas páginas de flashback y demasiados paseos de distintos cuchillos por la misma cicatriz hacen mella en su continuidad. Aunque también es cierto que, cada poco, una página sublime o alguna revelación morbosa hacen regresar con interés a la lectura.
Al final, si algo nos enseña Ohio es que, tras años de tragar series de instituto, de envidiar a los más guapos del instituto, no hay más que rascar un poco en la realidad actual de nuestros reyes catódicos para comprobar que el oro que relucía entonces se ha convertido en una montaña de óxido.