Muchos fans de Auronplay y El Rubius no se lo creerán, pero hubo una época en este país en que los niños luchaban por pasar el máximo tiempo posible en la calle. En esos años no hacía falta Educación para la Ciudadanía: entre lo que aprendías de los que eran un par de años mayores que tú y lo que comprendías cuando tus padres cogían la zapatilla a la primera de cambio (sin temer que les cayera una denuncia por ello) era más que suficiente. En aquellos tiempos, que a algunos sólo nos pillaron de pasada, las aventuras las vivías por ti mismo, sin necesitar ningún avatar de colores vistosos y un nombre con muchos números al final. Y ahora que hago un parón en la escritura para releer lo que he escrito y ser consciente de lo viejoven que me he vuelto, voy a contaros de qué manera exponen esa época Fernando Llor, Roger Vidal y Àlex Batlle, los autores de Ojos grises.
Este breve cómic publicado por Panini nos sitúa en el verano de 1990, en el barrio de Poblenou, un histórico núcleo industrial de la ciudad de Barcelona. Allí vive Lucho, un chico de 14 años, que lleva una vida relativamente tranquila hasta que una noche es testigo del asesinato de un joven a manos de un policía. A partir de ese momento el chaval se ve superado por la situación; ¿debe contar lo ocurrido?, ¿en quién puede confiar?, ¿quién va a creer la versión de un adolescente por encima de la palabra de un policía?
Si algo destacaría por encima del resto de este trabajo es lo bien ambientado que está, tanto a nivel de guion como de dibujo. Los tonos fríos predominan sobre el resto, lo que ayuda a dar una estética más noventera al tiempo que los escenarios, calles humildes plagadas de grúas, reflejan perfectamente el espíritu de un barrio obrero. Esto se percibe también en los personajes, tan estereotipados como creíbles: el padre de familia que vive en un eterno estado de mal humor, principalmente por su miedo a perder el trabajo, los niños que sólo pisan su casa para comer y que no pueden evitar meterse en líos, los jóvenes que comienzan a verse superados por sus adicciones a las drogas…
A pesar de su brevedad o precisamente gracias a eso, Ojos grises me ha dejado un gran sabor de boca, ya que ha sido capaz de hacerme recordar —y envidiar, por qué no decirlo— esos años en los que los barrios de las ciudades eran como pueblos, en los que la gente se conocía y conversaba más allá de la tensa conversación de veinte segundos en el ascensor. Y también porque, dentro de lo que en apariencia es una trama sencilla, se esconde más de una invitación a cuestionarnos nuestros principios, a hacernos ver que nada es blanco o negro por completo, sino que, tanto hoy como hace veinticinco años, estamos forzados a vivir en una continua lucha contra nuestras contradicciones y nuestros debates morales. Una idea que podría resumirse en una de las preguntas que hace Lucho a su madre una noche, mientras ambos conversan en la terraza: «¿Hasta dónde hay que llegar por hacer lo correcto?».