De pequeño comía de todo. Si algo no me gustaba me obligaban a quedarme en la mesa hasta que no quedara nada y, si tiempo después, el plato seguía ahí, la comida se convertía en la cena. Y así siempre que hubiera algo que no me gustaba y me resistía a dejar que penetrara en mi interior. Afortunadamente, eso ocurría pocas veces porque, como digo, comía de todo y, lo que en un principio “se me hacía bola” (recuerdo lo mucho que odié las espinacas), acababa por comerlo.
No fui uno de esos niños repelentes y mimados de ahora, cuyos padres ceden a lloros y/o berridos y los cuáles ahora que ya son mayores (y con mayores quiero decir de un mínimo de 30 años) cuando preparas una comida o una cena o merienda te sueltan un “ay, ¿has hecho esto? Es que no me gusta el pimiento”, o un “ay, es que yo no como nada de color verde”, o un “ay, ¿no te dije que no me gusta el tomate?”. Y ahondando en los porqués de esas exclusiones, compruebas que no es cosa de alergias, gluten o nada relacionado con la salud, sino que desde pequeños no comen tal o cual cosa porque no les daba la gana. ¡No, no, no! ¡Así no! Yo incluso alguna vez tuve que cazar mi propia comida. Al principio con los mayores, luego ya solo, adentrándome en terrenos que a muchos de vosotros haría que os cagarais encima. Pero esa es otra historia.
En Orfancia tenemos a un niño de ocho años que no quiere comer. Es más: se esfuerza lo indecible por no querer comer. Y no porque no le guste la comida. Al contrario. Le gusta mucho la comida que hace su madre (de hecho es una gran cocinera), y la bollería industrial y las chuches, los pasteles… Si no come es solo porque está convencido de que cuando esté bien gordo sus padres se lo comerán, al igual que cree que el resto de padres se comerán también a sus hijos.
Los padres del protagonista, (en ningún momento se dice su nombre), se las ven y se las desean para que el niño coma. A su lado, los niños de su edad parecen gigantes. Él está débil, pálido, se cansa en seguida y simula comer para que sus padres le dejen en paz. Cuando va a su habitación vomita lo comido con naturalidad. Su padre se avergüenza de él, no deja que se corte el pelo (y le confunden con una niña), para que su delgadez se atenúe algo. El pediatra al que le llevan no sabe qué hacer. “No es posible que un niño de su edad nunca tenga hambre”. Por si fuera poco, en el colegio le acosan, se ríen de él y le pegan.
Anorexia, bulimia, acoso, maltrato animal, violencia, machismo, agresiones, soledad… Y al principio parecía una historia simple, ¿eh?, pero en Orfancia se da todo eso y más. La narración corre a cargo del niño en primera persona a lo largo de los cuatro capítulos titulados como las cuatro estaciones. Es una narración tremendamente dura en muchas ocasiones y a uno le dan ganas de zarandearle, de decirle “¡pero espabila, chaval, espabila!” Zontini se mete tan bien en su mente y consigue empatizar tanto, que nos da pena el chaval porque sufre a diario. Sufre mucho y, lo que es peor, ¡en silencio! Pero, de la misma manera, entendemos también la desesperación de los padres.
La lectura fluye con rapidez, las páginas se leen solas. Cuando lo lees no eres consciente del todo (un poco sí), pero ahora, una vez leído, caes en que has estado leyendo una fábula o, mejor aún, un cuento. Un cuento moderno, pero con toques clásicos. Y al acabarlo, te queda una sensación rara, porque es también un libro raro, muy poco convencional. Tiene un vocabulario sencillo, es ágil, engancha mucho, y se lee con facilidad y rapidez porque estás deseando saber cuánto más va a aguantar el protagonista y el final que puedes intuir a pesar de no darse hasta la última página. Y es entonces cuando ves lo perfectamente estructurado y pensado que ha sido este libro y lo bien que ha plasmado el cambio. Porque este es también un libro sobre el cambio y la pérdida de la inocencia.
Y sobre todo, ese finalazo. Un final que puede interpretarse de varias formas y que merece la pena leer una y otra vez (total, solo es una página). La primera vez que lo lees te quedas estupefacto aunque era uno de los finales que ves como posibles durante la lectura. La segunda vez ves algo que te dice que ese final puede ser el que has interpretado la primera y a la vez puede no ser (final Schrodinger, lo llamo en un derroche de originalidad). La tercera vez, me lo deja claro, aunque me gustaría que hubiera sido el final de la primera lectura.
Un libro duro por el retrato que hace de la infancia, un cuento para niños grandes y un indispensable del 2017.