Reseña del libro “Panza de burro”, de Andrea Abreu
Soy una de esas frikis que disfrutaron de la lectura del Quijote en secundaria. Recuerdo que me llamaba la atención que destacaran como rasgo innovador la reproducción de distintas voces, recogiendo el habla popular y localismos. Igualmente, de Andrea Abreu se dice que su estilo es experimental y ciertamente las protagonistas hablan como lo harían sus personajes, es decir, dos niñas de 10 años de Icod de los Vinos, población de alta montaña en Tenerife, como una cara B del turismo de masas.
Llevaba desde el año pasado intentando encontrar el momento para saborear esta lectura. Ya habréis leído la reseña de Panza de burro, de Victoria Mera, así que voy al grano. Como afirma Sabina Urraca en la presentación de su edición, no sabría cómo invitaros a asomaros a estas páginas. Esto podría ser una señal de alarma ante un texto infumable, como ocurre cuando te quieren presentar a un posible ligue con las famosas palabras: “es muy cariñoso” y todo el mundo sabe que su belleza está lejos de ser la del canon.
Para nada es este caso. En apenas 170 páginas -sin glosario, gracias- tu espacio de lectura va a desaparecer para zambullirte en este barrio inclinado, con una calle que sube y baja de la venta de Isora a la casa de Shit, como la llama a la narradora. Empatizar con un diálogo enfangado en palabras cuyo significado deduces por el contexto denota genialidad. Sí, que la autora haya nacido en la mitad de los noventa, aparte de apoyar esta tesis, me da tanta envidia -de la güena– como a la editora.
Decíamos que la realidad desaparece, como esa imagen distorsionada de Isora, mordiendo la cadenita con la Virgen de Candelaria, una de las negras, y vomitando como un gato “jucujucujucu”. En estas expresiones y en las onomatopeyas, conecto con Elisa Victoria y su “Voz de vieja” y les mando un aplausito a ambas por narrar desde el punto de vista de una niña, sin caer en ficciones edulcoradas. La sexualidad infantil existe, señoros, aparten sus prejuicios y gocen del valor exponencial de la literatura.
Otro paralelismos entre estas autoras es la figura de la abuela, la gran madre, con su telenovela y que convive con sus fantasmas, que comprende a su nieta en la distancia generacional, que abraza sus miedos y necesidades. Hace poco que he perdido a mi abuela, la que me llamaba “lucero” y a la que no abarcaba con mis brazos cuando dormía con ella en el “pueblo” los veranos. Honrar esta figura es otro rasgo a celebrar en Panza de burro.
No se vosotras, lectoras, pero a pesar de haber pasado ya los 40, tengo fresquísimo el recuerdo de “esa” amiga, de la simbiosis con otra igual, del absoluto asombro al encontrar a alguien con la que todo encaja, donde las carcajadas son infinitas, la complicidad extrema, la dependencia enriquecedora. Con mi amiga de la adolescencia tardía, repetía un ritual que consistía en tocarnos los dedos para confirmar la existencia de la otra o quizás romper el hechizo y aceptar nuestra esquizofrenia o saltar a otra realidad paralela, porque no concebíamos tanta afinidad.
Por otro lado, ha sido placentero leer sobre el “estregarse” de las niñas, autosugestionado o en pareja, sobre la alegría del placer sexual que nos roban en cuanto que empieza la amenaza del embarazo y las ETS. Un regocijo leer sobre ese amor, que es odio, porque shit sigue a Isora siempre, la admira, la desea con una pasión violenta que no sigue la lógica moral de relatos tradicionales (y patriarcales, de paso). Una agonía leer de nuevo el dolor y las violencias que llevamos encima desde niñas y que hasta hace poco no tenían espacio en la escena literaria más que como víctimas o como objetos de la narración. Cobra protagonismo el punto de vista propio y que se apropia de un mundo que quiere ser usurpado.
Panza de burro me ha hablado a mí de los trastornos alimenticios, de la adoración escatológica del cagar, del deseo de ser finas, flacas, muy delgadas, incluso con operaciones que metan globos en tus tripas. Como las barbis. Seguramente, a ti te hable de otros tópicos: la madre ausente, los límites de clase representados por el alquiler de casas rurales, las barreras idiomáticas y los mundos posibles que albergan las voces y palabras de cada comunidad. Pero Panza de burro será ese estado del cielo que a veces se confunde con el mar y que oprime la cabeza teniendo que ejercer resistencia para poder alzar la vista y caminar hacia un horizonte elegido.
“Se me ocurrió que la tristeza de la gente del barrio eran las nubes, las nubes clavadas en la punta del cogote, en la parte más alta de la columna vertebral” (p.136).