Cuando decidí reseñar a Quignard sabía que me metía en un berenjenal. ¿Cómo le explicas Quignard a otra persona? No se lo explicas. Coges uno de estos pequeños tratados y le dices: lee. O les hablas a tus amigos con tanta pasión de su obra (sin decir nada en realidad, porque ya os lo dicho y lo repetiré varias veces: no se puede explicar) que acaban leyéndose uno de sus libros y luego otro, y otro. Pero como no os tengo a todos a mano para irnos a tomar unas cervezas, no puedo hacer ninguna de esas dos cosas. Así que intentaré explicarlo.
Los Pequeños tratados de Pascal Quignard son un compendio de cincuenta y seis textos breves en los que el autor mezcla vida, historia, pensamiento y ficción. Él mismo cuenta su génesis en el primero de ellos, dedicado a su amigo Louis Cordesse y que marca el tono de todos los demás. Los tratados fueron escritos entre 1977 y 1980, empezaron como un juego y pasaron por un largo periplo editorial hasta ver la luz en 1991. Ahora han sido traducidos por el catedrático Miguel Morey para Sexto Piso, que los presenta en dos volúmenes y en una edición excelente. Ellos mismos lo dicen, son “la joya de la corona”.
Los más de cincuenta tratados, aunque siempre breves, viajan por los géneros (¿o acaso recuperan un género antiguo?) con una flexibilidad envidiable. En sus páginas encontramos desde reflexiones lingüísticas, hasta juegos de palabras; desde narrativa, como fragmentos de cuentos, una escena de novela suprimida o anécdotas históricas narradas con una técnica excepcional, hasta sentencias, citas de Tácito, de Horacio, pero también de Pierre Nicole, de Guy Lefèvre de la Boderie y de decenas de pensadores que configuran el universo referencial del autor.
Quignard conversa con su propia tradición y obsesiones y al mismo tiempo integra al lector en ese mundo que ha creado para sí mismo, pero también para los demás. Iba a escribir que “te lleva de la mano por ese mundo”, pero eso no es cierto. No te guía paso a paso a través de sus ideas, no te da el texto masticado ni te lo pone demasiado fácil. Leer a Quignard es un reto. A veces tienes que correr para seguirle, hay decenas de referencias que se te escapan y hay otras que acabas comprendiendo páginas después, cuando vuelve a ellas por tercera o cuarta vez. Los Pequeños tratados están plagados de puzles, de enigmas y juegos que el autor le plantea al lector, de retos intelectuales de los que poco a poco nos va dando más pistas. Y en ese reto, en la presión lúdica de seguir su hilo de pensamiento, radica la magia del texto. Cuando al fin comprendes, sientes que el trabajo lo has hecho tú. Y ahí Quignard también te engaña.
Estos Pequeños tratados podrían ser independientes, pero permanecen fuertemente conectados. Crean una obra completa y cohesionada aunque de una manera extraña; como dice el propio autor: son como una suite barroca. Son también un compendio de “cosas rechazadas”, de personajes históricos que han quedado en tercer o cuarto plano, de ideas oblicuas, complejas y recurrentes que los atraviesan como el hilo de una araña: escribir es callar, la voz y el silencio, el lenguaje es un constante desafío en el que sabemos desde el inicio que vamos a salir perdiendo. Pero no tiene sentido que intente explicároslo: tenéis que leerlo.
Porque otro punto que debéis ver por vosotros mismos es el estilo. Cuando la gente se aproxima al ensayo, y en última instancia este texto tiene más de ensayo que de narrativa convencional, tiende a pensar que lo que importa no es cómo está escrito, sino la información que aporta. Esa idea ha acabado saturando el mercado de textos sosos para dummies y de prosa directamente incomprensible. Olvidamos que, en realidad, es tan importante el fondo (qué se está contando), como la forma (cómo se cuenta). Y Quignard brilla en ambos campos. Todos hemos dejado ensayos porque el autor no lograba fascinarnos. Y otra cosa no, pero, en los Pequeños tratados, la fascinación está garantizada.
No quiero irme sin dejaros una cita de esta obra, el inicio del primero de los tratados, que justifica que Quignard sea uno de los autores que más he subrayado: “Todas las mañanas del mundo carecen de retorno. Tácito dice que no hay más que una tumba: el corazón de un amigo. Dice que la memoria no es un sepulcro sino una detención en el pretérito indefinido”.
Laura Gomara @lauraromea