Cuando tenía cinco o seis años, el cometa Halley hizo su última aparición cerca de la Tierra. Para nosotros fue todo un acontecimiento, gran parte de mi generación lo recuerda. Nos lo explicaron en la escuela, lo vimos en las noticias, intentamos atisbarlo en el cielo. A los pocos días, el cometa se alejó y solo siguieron su rastro los más aficionados a la astronomía o los más nostálgicos, y tan grabado se nos quedó su nombre como su olvido en nuestros hermanos pequeños.
Hay libros así, como el Halley. Muy brillantes pero fugaces, one-hit wonders. He pensado bastante en ello estos días, cuando he pasado las últimas páginas de Permafrost, la novela de debut de Eva Baltasar. Una cohorte entera de lectores lo está finalizando al mismo tiempo que yo, muchos y muchas lo recomendarán, lo leerán en la cama a sus parejas, lo regalarán y lo conservarán en un lugar de honor de sus estanterías. Es un libro magnífico, tienen razones para ello. Pero, ¿qué será de él cuando la eterna rueda de las novedades editoriales dé su siguiente vuelta y lo vaya empujando lejos de su centro de gravedad?
Eva Baltasar narra y sobre todo describe con una precisión quirúrgica, con la claridad de la nieve un día de resaca, que asombra y ciega a la vez. Su manera de contar me parece exquisita, sobre todo por su capacidad envidiable para empapar de poesía la narración sin que termine haciendo aguas. ¿La historia? No hay mucho que decir. Escrito en primera persona, Permafrost sigue el recorrido de una protagonista innombrada a veces cínica a veces tierna de la que en un principio conocemos sus pulsiones suicidas y su precariedad laboral. Después, entre flashbacks y saltos hacia delante, se va revelando su transcurso vital, el recorrido de una mujer por sus treinta, cuarenta años de vida: catálogo de parejas, búsqueda de la confirmación sexual y de un lugar en el mundo como mujer rodeada, esta vez, de mujeres (madre, hermana, novias).
Hay una afirmación rotunda que subyace en el texto: todo a nuestro alrededor es susceptible de ser bello si lo miramos con los ojos adecuados. El sexo, por supuesto, que es a lo que dedica gran parte de las mejores páginas, pero también los más mínimos gestos de quienes nos rodean son una fuente inagotable de la que ir recogiendo las diminutas esporas de belleza que, como capas de la piel, se van desprendiendo con cada uno de nuestros movimientos. Por eso estoy seguro de que Permafrost inspira, inspirará a escribir como lo hace Eva Baltasar, a sentir como lo hace su protagonista, y con eso solamente ya merecería que le diéramos las gracias.
Pero como no es perfecto, en ocasiones se le escapa entre los dedos aquello a lo que llamamos soberbiamente novela. Igual que ocurre con el permafrost que le da título, con esa capa de hielo polar que nunca se resquebraja, en ningún momento terminamos de zambullirnos, nos vemos zarandeados por lo que ocurre, desplazamos nuestro foco de atención a lo que está contando en vez de fijarlo en cómo lo hace.
Así que por ahora me quedo con algunas, bastantes páginas, disfrutadas y sobre todo con la esperanza de que la autora construya un edificio literario sólido a partir de los firmes cimientos de Permafrost. Para que este primer intento, al contrario que el cometa, no quede sepultado hasta que dentro de varias décadas alguien rescate su brillo como un recuerdo lejano y la estrella fugaz que nunca llegó a estrellarse contra nuestro planeta literario y a terminar con los dinosaurios de la narrativa contemporánea.