Dicen que en esta vida todo pasa por algo. Los más optimistas llegan a decir que si una desgracia llama a la puerta es porque tiene que ser así. Cuestión de destino. Que yo no digo que no sea precioso este punto de vista, pero pongamos un ejemplo práctico para que entendamos la situación: te despiertas un lunes lluvioso de enero. Fuera hace tanto frío que te estás planteando ir al trabajo con ropa térmica debajo del traje. Al menos te queda el consuelo de hacerte un buen café calentito y unas tostadas deliciosas. Pero el café sale aguado y las tostadas se te queman. Bueno, no pasa nada; es lunes y es normal que las cosas se tuerzan. Pero es que al ir a por el coche, este no arranca. Como ves que vas a llegar tarde al trabajo, coges el móvil para ver si algún compañero que vive por la zona se puede acercar a recogerte. Y, al sacar el teléfono del bolsillo, se te cae al suelo y se te descascarilla una esquina dejando una huella imborrable que hará que cada vez que la mires rememores ese día tan horrible. Los optimistas dirán que todo esto ha pasado por algo: el café estaba aguado porque tu cuerpo es sabio y es consciente de que tomas mucha cafeína; las tostadas las tuviste que tirar (ni rascando se iba lo quemado), de acuerdo, pero lo cierto es que tu operación bikini te lo agradecerá eternamente. El coche no arrancaba porque… no sé, porque esas cosas pasan a veces. Y el teléfono… pues tampoco sé. ¿Veis? ¡Es que no me sale ser optimista en estas circunstancias ni a propósito!
Así que cuando terminé de leer Flores en el ático, primera parte de la Saga Dollanganger, pensé que nuestros protagonistas habían sufrido en balde y que muy difícilmente se iba a arreglar su situación. Hagamos memoria: en esa primera parte (maravillosa, como dejé bien claro en su correspondiente reseña), los cuatro hermanos conviven encerrados dentro de un ático a la espera de que su abuelo muera. Todo con el fin de que su madre adquiera la indecente herencia que el abuelo, moribundo, iba a dejar cuando abandonara el mundo de los vivos. Si no habéis leído la primera parte, os recomiendo (como siempre suelo hacer cuando reseño sagas) que os detengáis ahora mismo y no continuéis leyendo esta reseña. No me malinterpretéis, me encanta que leáis lo que escribo —introdúzcase aquí una gran reverencia y un movimiento galante de sombrero—, pero no quiero ser yo quien os desvele el final de la primera parte. Parte que, si no habéis leído, ya estáis tardando.
Pongo punto y aparte para dar espacio a la gente que no se ha leído el primer libro y, ahora que quedamos los que sí que sufrimos con la abuela (y luego con la madre) de los cuatro niños, podemos continuar con la reseña. El caso es que yo venía diciendo que no entendía a la gente que ve las desgracias como una oportunidad de que algo bueno va a pasar. “Cuando una puerta se cierra, se abre una ventana”, suele decir mi abuela. Tampoco sé muy bien qué significa eso. Será porque viví toda mi infancia en un quinto y si me quitaban la puerta… poco más se podía hacer. Pero parece que Cathy es de las optimistas. Después de vivir encerrada más de tres años en un ático solo piensa que las cosas pueden ir a mejor. Y parece que no estaba equivocada, pues poco después de salir del ático conocerán al doctor Sheffield, quien les adoptará y les dará un nuevo hogar. Pero ya conocemos un poco a V. C. Andrews y en Pétalos al viento no iba a dejar que los hermanos fueran felices tan fácilmente. No quiero adelantar absolutamente nada de la historia, ya que creo que sería un delito contar aunque solo fuera un ápice de esta, pero sí diré que son muchos los años que transcurren en esta parte de la saga, por lo que conoceremos a una Cathy adolescente, pero también veremos cómo crece y se convierte en una mujer vengativa que nada más que quiere devolverle el flaco favor que le hizo su madre al dejarla allí arriba encerrada junto con sus hermanos.
Pétalos al viento es una historia de venganza y de desesperación. Cathy intentará encontrar un rumbo a su vida, tratando de no emular a su madre; pero poco a poco se dará cuenta de que, en realidad, no son tan distintas.
Esta es la segunda vez que leo este libro. E, igual que me pasó la primera vez, no he podido evitar que la piel se me pusiera de gallina con algunas escenas. V. C. Andrews siempre ha tenido la capacidad de transportarme a sus escenarios y hacerme cómplice de las historias, como si yo misma estuviera metida en las páginas de su saga. Y eso, queridos lectores, es una de las mejores sensaciones que puede encontrar un amante de los libros.
Me lei la saga entera en el instituto, estaba enganchadisima, por eso creo que luego la película de Flores en el ático me defraudó tanto.
A mí la película no es que me gustara mucho, ni la antigua ni la versión nueva, pero sí que en la versión antigua la abuela daba casi el mismo miedo que en el libro.